2 octubre 2023

Acurrucado entre el barro y el amor maternal

No pudo esperar más a los compañeros y se lanzó por
la vereda hacia el morro de la montaña de San Gregorio, Juan y Santiago Tejera
ya habían sido asesinados en San José del Álamo. Carlos Morte podía ver al
numeroso grupo de falangistas cortando en pedazos los cuerpos de los dos
hermanos, metiendo sus extremidades en los sacos de guano. Solo le quedaba
buscar un lugar donde esconderse, evitar que también lo asesinaran, que como
una jauría de lobos hambrientos lo descuartizaran vivo. Entonces vio la pequeña
cueva, la antigua galería de agua al lado de la cardonera, se metió como pudo
hasta el fondo, el agua le llegaba por las rodillas, hasta que al final del
oscuro agujero encontró una repisa donde se subió, apoyándose en posición fetal
contra el húmedo risco. Afuera se escuchaba el bullicio de los fascistas, las
voces indignadas del cabo Penichet, el sargento De Armas, el cura Bravo y el
hijo pequeño del Conde de la Vega, era evidente que sabían que estaba dentro.

Carlos sabía que no tenía salida, que le esperaba la
muerte, solo tuvo tiempo de sacar la pequeña pistola que encontró en el
despacho del alcalde antes de salir huyendo, un arma vieja, muy pequeña y menos
de siete balas en una pequeña bolsa de terciopelo, quizá ni siquiera
dispararía, pero la cargaba lentamente, de forma minuciosa, como quien acaricia
un ser amado, con todo el tiempo de alguien que sabe que no tiene escapatoria,
despacito, manipulando en la absoluta oscuridad de la gruta artificial aquel
trocito de hierro creado para matar.

En el exterior se escuchó el chapoteo del agua,
alguien entraba, Carlos enfiló la pistola, sin apuntar disparó y se escuchó un
chillido, un grito de horror. –Me ha dado este hijo de puta, va armado mi
teniente, va armado, -decía alguien al otro lado, alguien al que la pequeña bala
había atravesado el cuello.

Los fascistas corrieron a los lados de la galería de
agua, ninguno se atrevía a colocarse en la entrada, tantos hombres y tanto
miedo, pero aquella minúscula pistola había acobardado a una tropa de más de
ochenta hombres armados hasta los dientes. El jefe de Acción Ciudadana, Bonny,
dio la orden de que volvieran a entrar, pero nadie hizo caso, todos miraban al
falangista de Acusa Seca en el suelo con el cuello lleno de sangre, quejándose
de un dolor indefinible, quebrado, sin que nadie supiera cortarle la roja
hemorragia.

Don Chano Amador y el cojo Acosta subieron desde
Tamaraceite avisados del bullicio y los disparos, vinieron acompañados de varios
guardias civiles expertos en explosivos, colocando nada más llegar varias
cargas de dinamita en el acceso a la caverna, el resto de falangistas y
policías parecían atemorizados y Carlos solo había hecho un disparo, certero,
pero solo un disparo, que atravesó el pescuezo del fascista. Todos se
arremolinaban alrededor, ninguno se atrevía a asomar las narices, miraban como
los tricornios colocaban las cargas, dentro no se escuchaba nada.

El pobre Mortes intuía lo que pasaba, desde la humedad seguía
en posición fetal, recordaba los abrazos de su madre cuando era niño, casi un
bebé, como siguió alimentado por sus dulces, entrañables pechos hasta los seis
años, ese cariño, ese amor, parecía que ahora le venía todo junto, sentía eso,
eso tan curioso, esa manera de recordar, de sentir amor en un momento tan
terrible, cubierto de barro, de agua, mojado hasta sus entrañas en aquel rincón
infinito, la cueva, la galería de San Gregorio, la montaña mágica donde pasó
tantas noches de amor junto a su amada Soledad, su compañera, su mujer, la
madre de sus hijos, ahora en lugar desconocido, quizá detenida, violada o
asesinada.

Al rato de que los guardias civiles colocaran las
cargas explosivas dieron la orden de alejarse a los atemorizados sediciosos,
todos corrieron hacia la degollada, hacia el morro, otros llegaron casi al pago
conocido como Piletas. Una gran explosión interrumpió el silencio sacrosanto de
la montaña, polvo, aves huyendo, escombros entre los acebuches y tabaibas.

Varios hombres de la guarnición de ingenieros
abrieron con azadas y picos la boca de la cueva, entraron todavía cagados, no
se escuchaba nada, dentro al fondo con linternas divisaron un cuerpo
destrozado, hecho trizas, casi era imposible definir donde estaba cada
extremidad, la vieja pistola en una mano apretada, un brazo sin cuerpo, la dignidad
de un hombre sin destino, dispuesto a todo por llegar hasta el final
defendiendo sus ideales, mientras en toda la falda de la montaña cientos de
uniformados, camisas azules, boinas, gorros policiales, militares, un
despliegue multitudinario para una sola persona sin miedo, aferrado a la noble
causa de la justicia universal.

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