23 septiembre 2023

Alicia entre libros y enredaderas de luz

Los dos jefecillos falangistas, Antonio Barber y
Carlos Samsó, acudían cada día al lavadero de ropa bajo el puente del barranco
de Tamaraceite, allí las mujeres jornada tras jornada lavaban la ropa de vestir
y de cama, los pañales de los niños, en el agua fría que venía de las cumbres
de Gran Canaria, los fascistas se colocaban sobre el muro de la carretera
general para mirar a las chicas que se remangaban las enaguas para no
mojárselas. Samsó tenía una especial predilección por Alicia Cabrera, la hija
de quince años del comunista Antonio Cabrera, detenido en su casa de La Montañera
dos años antes, desaparecido posiblemente aquella misma madrugada en la
chimenea volcánica de la Sima de Jinámar.

Alicia nunca iba sola a lavar, siempre la acompañaba
su abuela Marisa Rodríguez, donde iba los dos esbirros la seguían y le decían
todo tipo de improperios de contenido sexual.



La joven era una ávida lectora, le quedaba la
biblioteca de su padre escondida en un ropero con doble puerta. Desde Tolstoy a
Joseph Konrad, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Antonio Machado, Pablo
Neruda, la magia de Julio Verne, viejos textos de Marx, de Lenin, de Bakunin y
otras publicaciones prohibidas que cuando se llevaron a su madre guardó sin que
la madre la viera, rescatándolos de la hoguera que hizo su abuela en el
estercolero de la parte trasera de su casa. Libros con olor a incendio, a humo,
a huelgas salvajes, subrayados, con anotaciones de su amado progenitor,
estudiados en profundidad, dejándole como herencia un tesoro literario sin
precio, hojas rebeldes que cada noche a la luz de las velas, cuando llegaba de
trabajar en los tomateros de los Betancores de Los Giles los devoraba, uno tras
otro, eran más de cien, ordenados por ella misma cuidadosamente por temáticas:
política, novela, historia, naturaleza del mundo, poesía y hasta antiguos  tratados de física que su padre usaba en sus
clases de maestro en el barrio de San José.

Desde la parte superior del lavadero los falanges
miraban a todas las mujeres, se sentían poderosos, invencibles con sus
correajes y pistolas al cinto, Alicia sabía que los dos habían participado en
el asesinato y desaparición de su padre.

-Mira que culo tiene la hija de puta. –Decía Barber
en voz alta que se podía escuchar a pesar del ruido del agua fresca rompiendo
en las piedras-

-Hay que follarsela ya antes de que tenga veinte
años, ahora está todavía bien cerradita la muy puta. –Comentaba Samsó con la
botella de ron de caña en la mano entre trago y trago-

Su jefe de centuria el pederasta conocido como el  “Cojo Acosta” pasaba a veces por El Puente, en
la entrada del pueblo y se unía a la fiesta, solo que se fijaba más en los
niños hijas de las viudas de republicanos asesinados, no podía resistir el
cuerpo de un menor, era demasiada su depravación y obsesión por violar salvajemente
un cuerpo frágil que todavía no hubiera alcanzado la adolescencia.

Las risas y burlas eran diarias, las mujeres seguían
frotando las ropas contra las piedras, mirando de reojo a los hombres por si se
atrevían a bajar ya borrachos y cometer algunas de sus tropelías.

Marisa, la anciana abuela de la muchacha ante el
constante y cobarde acoso sexual le decía cada día que no saliera de su casa,
que se quedara porque aquellos tipejos podían ser capaces de todo, que ella se
encargaría de las tareas diarias, de lavar la ropa de los Rivero,
terratenientes y criminales franquistas de medio pelo de la zona.

Alicia no podía parar de leer cada noche en la penumbra
y las sombras inquietantes de la vela en las paredes de piedra blanca de cantería
de San Lorenzo, no daba tregua para disfrutar con cada historia, recordaba el
consejo de su
  padre unos días antes de llevárselo
para siempre.

-Mi niña querida la educación es liberación, no
dejes nunca de leer, de formarte, quien no estudie será para siempre esclavo de
los poderosos.

La mañana del 27 de marzo del 38 Barber y Samsó
llegaron más borrachos que nunca, el primero con un cigarro de Virginio lleno
de saliva en los labios jugaba con el arma, una pistola de alto calibre, se la
pasaba por sus genitales haciendo burlas a la muchacha, la abuela no dejaba de
mirarlos, ambos bajaron la pequeña carretera de tierra hasta los pilares de
agua pura, la anciana se interpuso delante, entre la muchacha y los criminales,
Barber le puso la pistola en la boca, se la metió hasta la garganta y la
anciana se arrodilló, el resto de mujeres corrieron barranco arriba,
abandonando las sabanas y el resto de la ropa. Sansó le dio un fuerte culatazo
a la mujer con el máuser y la lanzaron corriente abajo. Alicia se quedó
petrificada. Le ataron las manos a la espalda, le rompieron el vestido y le
sacaron los pechos y pasaron sus lenguas apestosas por sus pezones. La chica no
decía nada, estaba paralizada viendo el cuerpo de su abuela correr barranco
abajo, parecía una muñeca de trapo, con su traje de luto riguroso y su pañuelo
negro en la cabeza.

La subieron hasta la carretera, en el coche los
esperaba el “Cojo Acosta” acompañado del guardia Pernía, la metieron en el
sillón de atrás y partieron a toda velocidad hacia el sureste de la isla,
directos a una de las fincas del Conde de la Vega, cerradas y dedicadas a los
abusos sexuales a las mujeres de los rojos.

Samsó no dejaba de manosearla, Barber le rompió el
vestido del todo, iba casi desnuda, desde sillón delantero el jefe Acosta
miraba con ojos brillantes de lascivia y odio por aquel cuerpo tan bello y
aquellos ojos azules como la mar. Ella no decía nada, no podía articular
palabra, solo recordaba las historias de los libros de su padre, de cómo la
injusticia siempre sería vencida por seres humanos nobles, era consciente de que
ya estaba muerta, que nadie la libraría de aquel suplicio, solo el momento de
cerrar los ojos para siempre, pero estaba segura de que detrás vendrían otras
mujeres como ella, otros hombres como su padre, como centellas, miles,
millones, con forma de sombras salvajes, armadas hasta los dientes, bajarían de
las montañas de Canarias, de cualquier parte del mundo para liberar al planeta
de aquella brutal ignominia.

El coche negro se perdió tras pasar por el túnel de
La Laja, un camión repleto de hombres atados de pies y manos se cruzo con
ellos, iban directos a la Marfea para ser arrojados al mar, Alicia siguió
callada, sabía que más allá de todo aquello, aunque no pudiera verlo, estaba la
más entrañable claridad de la esperanza.

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Lavanderas en una acequia de un lugar indeterminado de España