10 junio 2023

Anhelos remotos

El
cáncer se lo comía y no le quedaba tiempo para despedirse de los
seres que más quería, su hija mayor no apareció por el hospital,
solo vino la que vivía en Catalunya, pero no tuvo tiempo de verlo
consciente, allí entubado, con las venas abiertas, conectado a las mangueras
para aferrar a la vida a quien deseaba partir hace tiempo al otro
lado de la nada.
Dejó
una nota escrita horas antes de que la sedación lo convirtiera en un
vegetal, un viejo árbol derribado, sin hojas que esperaba la llegada
de la lluvia en la sequía de los siglos, cuando el agua no es más
que un espejismo, un sueño en las raíces secas de quien dedicó su
vida a intentar cambiar el mundo.
Solo
sus perras lo añoraban, lo esperaban en la soledad de la vieja casa
con la esperanza de que algún día volviera, echaban de menos su
presencia pegado al ordenador, escribiendo, relatando aconteceres, lo
que había sucedido en otros tiempos, protestando en silencio ante el
vacío de la memoria.
Verlo
con la manguera regando los helechos, la vieja higuera, los dos
ciruelos, las plataneras que crecían verdes y fuertes casi sin
ayuda, aquellos seres de cuatro patas eran quienes más lo
extrañaban, añoraban ese amor que solo se transmite en silencio,
conviviendo en una manada imposible, solo delatada por la sombra nocturna, la que se incrustaba entre las ramas de la vieja araucaria, por eso a las peludas les encantaba echarse a su lado, lo miraban leyendo entre la vegetación de la
vieja casa un libro tras otro, hoja tras hoja, letra tras letra,
historia tras historia, infinita, imposible, ilegal como tantos años
de lucha antes de la infinita soledad.
La
joven morena y linda le agarró la mano, estaba fría, llena de
pequitas que le sonaban a un tiempo perdido, cuando alguien de muy
lejos la acurrucó entre sus brazos entre banderas, entre consignas
de liberación y conquistas sociales.
El
no reaccionó, pero de alguna forma ella sentía el lento circular de
su sangre, despacito, al golpito, como a quien le cuesta subir la
última montaña en la zona más remota de la cordillera pirenaica, donde todavía
retozan los osos pardo, jugando con sus crías entre pinos
gigantescos, al lado de un riachuelo con un agua repleta de espuma y
trocitos de hielo al comienzo de la primavera.
En
la mesa sus libros con una carta encima, tres libros, tres títulos,
todos hablaban de memoria, de la represión del fascismo contra el
pueblo canario, vio su nombre, la dedicatoria, se emocionó unos
instantes y abrió la carta, casi no entendía la letra, nunca la
había entendido muy bien, “letra de médico” le dijo una vez a
pocos kilómetros de la frontera con Francia.
Abajo
se escuchaba la llegada de las ambulancias, parecían monstruos legendarios, aullidos de lobos entre
el turbulento tráfico de aquel lunes de agosto en que el calor inundaba
las calles, la calima se reflejaba en la incipiente luna llena que
aparecía entre La Isleta y la montaña de Amagro, la que un día
aquel hombre agonizante le dijo que era sagrada, que allí los
antiguos indígenas celebraban sus rituales de amor a la Madre
Tierra.
Se
entretuvo releyendo la carta, viendo las primeras estrellas, el mar
que revuelto parecía devolverle las lágrimas que salían por sus
ojos, la claridad nocturna, alguna música remota, un concierto quizá en la explanada junto al estadio, el bullicio de la
gente entre el humo de los chiringuitos pescando amores y sonrisas.
Se
fue rápido, los aparatos dejaron de sonar de repente, se escuchó un pitido
leve, otro corazón que dejaba de latir, el protocolo de un nuevo
final que miraba con sus ojos marrones, tristes, húmedos,
desiertos en la soledad del nuevo crepúsculo.



Entraron
dos enfermeras jóvenes que desenchufaron todo, ella se quedó
sentada sin soltar la mano de su padre, sintió como que algo le
atravesaba el cuerpo, una sensación de paz desconocida, tomó los
libros, los toco, los olió y partió a tomar el taxi para el
aeropuerto, su mano seguía oliendo a madera y flores.

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PINTURA-ERNEST DESCALS