
«Aquella vieja de la corrupta realeza isleña sonrió con el gorrito estilo inglés, moviendo la cabeza en señal de aprobación, mirando a los hombres cautivos y bañados en sangre, entre los que conocía a los lideres sindicales diciendo con una voz ronca que tenía un tono masculino y acento peninsular:
-Así se paga el ser revoltosos y tratar de humillar a los amos, se paga con sangre asquerosos ¿o es que ya se habían olvidado de que somos los dueños de esta tierra y vosotros nuestros esclavos?«
El terrateniente apellidado Rosales llegó a Bañaderos en su coche negro y los doce hombres ya estaban atados con las manos a la espalda en la carretera principal, las muñecas cortadas por la soga de pitera, varios falangistas del barrio de Arucas los custodiaban y golpeaban salvajemente, bajo la jefatura del criminal fascista firguense Manolo Guerra.
Los muchachos de no más de 20 años estaban destrozados, la sangre corría por la acera y se mezclaba con el barro de las lluvias de agosto del 36, entre ellos Juan del Pino, Sabino Graña, Carlos José Santana, Teodoro García, Camilo Ramírez, todos sindicalistas de la Federación Obrera y militantes del Partido Comunista, luchadores por
los derechos de la clase trabajadora en los tomateros y plataneras de los caciques que ahora ejercían su venganza, utilizando a sus pistoleros de Falange para torturar, asesinar y desaparecer a quienes no habían querido agachar la cabeza antes los brutales abusos de la oligarquía.
los derechos de la clase trabajadora en los tomateros y plataneras de los caciques que ahora ejercían su venganza, utilizando a sus pistoleros de Falange para torturar, asesinar y desaparecer a quienes no habían querido agachar la cabeza antes los brutales abusos de la oligarquía.
La marquesa pasó en su lujoso coche y pidió a su chófer que hiciera una pequeña parada, los falanges se cuadraron brazo en alto, Rosales y Guerra se acercaron marciales a la ventanilla:
-Sin novedad excelencia, este es otro grupo de rojos de los que molestaron en sus tierras-
Aquella vieja de la corrupta realeza isleña sonrió con el gorrito estilo inglés, moviendo la cabeza en señal de aprobación, mirando a los hombres cautivos y bañados en sangre, entre los que conocía a los lideres sindicales diciendo con una voz ronca que tenía un tono masculino y acento peninsular:
-Así se paga el ser revoltosos y tratar de humillar a los amos, se paga con sangre asquerosos ¿o es que ya se habían olvidado de que somos los dueños de esta tierra y vosotros nuestros esclavos?
El lujoso auto arrancó y la marquesa cerró la ventana, los falanges formados junto al cacique Rosales y el jefe requeté de apellido Guerra haciendo una especie de reverencia, así pasaron unos segundos antes de empezar de nuevo a golpear a los detenidos, los niños salían del colegio y pasaban cerca de aquel sanguinario espectáculo, eran jóvenes conocidos del pueblo, entre ellos varios futbolistas destacados y dos miembros de equipos de lucha canaria de la zona.
Don Ignacio Martel el cura se acercó para dar la bendición a los falangistas, la sotana recogida hasta las rodillas para no mancharse con la abundante sangre que seguía corriendo por la carretera hacia el cercano mar. El sacerdote entonó una especie de rezo con los ojos cerrados y las dos manos alzadas al cielo:
-Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…-
Varios falanges se arrodillaron sin quitarle ojo a los hombres atados y destrozados por el maltrato, Rosales agradeció mucho el apoyo divino, se persignó varias veces, besando la mano al sudoroso cura que olía a mojo cochino porque acababa de almorzar.
En unos instantes llegó el camión cedido por la millonaria familia Betancor, utilizado normalmente para el transporte de los racimos de plátanos, pero que serviría una vez más desde el golpe de estado del 36 para trasladar al grupo de reos hasta la comisaría de Luis Antúnez, donde serían torturados salvajemente durante varios días con su noches, antes de arrojarlos vivos y de espaldas a la profunda chimenea volcánica de la Sima de Jinámar.
Varias mujeres apostadas a la salida del pueblo lloraban y pedían al cielo por sus hijos y hermanos camino de la muerte, custodiadas por la guardia civil al mando del sargento aruquense Demetrio Ruiz.
Se escuchaban los gritos de ánimo:
-Adiós mi niño querido, estoy contigo, no te olvidamos, te queremos, te queremos, te queremos-
El ruidoso camión se perdió entre el polvo del camino y el humo del combustible del ruidoso motor, los muchachos tumbados boca abajo en el suelo no se podían mover, ni siquiera abrir los ojos, porque recibirían un fuerte culatazo en sus cabezas por parte de los asesinos vestidos de azul.
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