1 octubre 2023

Color de patria

La orden
para las detenciones masivas en Tunte llegó horas antes de la primera incursión
de la “Brigada del amanecer”, era la madrugada del lunes 20 de julio del 36,
Remigio Artero Robledano, teniente de la guardia civil nacido en Guadalajara, decidió
que no aceptaría el nuevo estado de las cosas y esa misma mañana llamó por
teléfono a primera hora al gobierno militar ya tomado por los sediciosos, habló
con el teniente coronel Antonio Mesa Antona, trasmitiéndole que esa misma noche
se habían llevado a quince hombres de la zona de la isla que tenía a su cargo,
reiterándole que no se le había comunicado tal acción como Jefe máximo de la
seguridad ciudadana, a lo que el Jefe le gritó que depusiera de forma inmediata
su actitud y que si no que se atuviera a las consecuencias:

-Estoy con
la República mi teniente coronel, estoy con la democracia y no voy a admitir
que se esté asesinando a mis vecinos por defender la legalidad- dijo con un
tono solemne, a lo que el alto mando desde Las Palmas no lo dejó terminar entre
insultos y blasfemias.

Cuando colgó
el auricular supo lo que le iba a suceder y llamó a todos los miembros de la
Comandancia, trasmitiéndoles que no iba a ceder a las presiones de quienes
estaban imponiendo el terror y la traición al legítimo gobierno.

Los hombres
en formación, no más de diez le escucharon con miedo, lo apreciaban mucho, los
trataba siempre muy bien, jamás daba un grito, jamás levantaba la voz más de la
cuenta.

Luego bajó
por la acera junto a la iglesia de San Bartolomé y entró a su casa mucho antes
de la hora del almuerzo, allí estaba Gertrudis, su mujer, junto a su anciana
madre, Josefina Prieto, las besó y se sentó con ellas en la sala de estar,
comunicándoles su decisión de no acatar las órdenes del golpe fascista, las dos
mujeres se quedaron en silencio, solo su esposa se levantó del sofá para darle
un abrazo sin decir nada y con lágrimas en los ojos:

-Mi decisión
es clara y está meditada, váyanse esta tarde mismo a la casa de los Melián en
Ingenio, para en pocos días salir en barco hacia Cádiz- comentó con inmensa
tranquilidad mientras salía de nuevo hacia el cuartel junto a la plaza del
pueblo.

Cuando llegó
había dos coches negros aparcados en la puerta, varios empleados del Conde de
la Vega quitaban la bandera republicana del frontis, se acercó con paso firme y
les recriminó la acción, pero siguieron mecánicamente haciendo su trabajo,
viendo a sus hombres formados en un lateral de la calle con los rostros
desencajados.

Del
interior del recinto policial salieron dos unos señores bien vestidos, entre
ellos un conocido terrateniente agrícola británico y el hijo mayor del Conde,
cuando se dirigió a ellos para hablarles notó un golpe seco en su cabeza que lo
dejo semiinconsciente en la acera.

Se dio la
vuelta y vio que el mundo le daba vueltas, observando figuras uniformadas de Falange,
otras de paisano, rostros desconocidos que esperaban órdenes de los caciques:

-Llévenlo al
coche, amárrenle las manos a la espalda a este hijo de puta- dijo alguien con
acento extranjero.

En el
interior del vehículo intentó resistirse pero recibió un nuevo golpe en la nuca
con el mango de la pistola Astra que lo dejo sin conocimiento.

Cuando
despertó ya estaba en Las Palmas y lo llevaban en volandas al centro de detención
de la calle Luis Antúnez, junto a la playa de las Alcaravaneras.

Observó que
ya no llevaba la pistola al cinto, que le habían arrancado de los hombros y
solapas los galones con las dos estrellas de teniente.

El cielo de
aquel verano estaba azul y brillaba mucho, dentro se escuchaban gritos
horrendos de hombres que estaban siendo torturados, solo tuvo tiempo de girar
el cuello y vio en el otro extremo de la calle a varios de sus compañeros del
Cuerpo, lo miraban tristes y ya conocían su destino, al traspasar la puerta
abierta de par en par lo supo todo, recordó los tiempos de la infancia, no sabía
porqué le vino todo aquello, los años de noviazgo con la buena de Gertrudis, el
sabor del vino añejo en la bodega de Jacinto Olivera en Pinto, muy cerca de
Madrid.

En un rato
todo se le borró, solo hubo espacio en sus sentidos para el dolor, mantener la
entereza hasta el final, no rogar, no perdonar, no amilanarse, la satisfacción
de abandonar la vida por unas creencias nobles, se encomendó a Dios en el
momento que lo colgaban por el cuello de la viga del techo y se le hizo el
silencio eterno.

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Guardias civiles fieles a la República junto a milicianas tras el golpe fascista del 36