8 diciembre 2023

El abismo de la tristeza

El sancocho
con pescado salado que hacían cada Viernes Santo en la casa de Valsendero se
presentía triste, faltaban los demás, Juan, Antonio, Carlos, Herminio, Ramón,
Cecilia, seguían desaparecidos, desde la noche que los falangistas y los
esbirros armados de Acción Ciudadana  se
los llevaron de sus casas a punta de pistola. Las sospechas de María José
Artiles, dueña de la casita de tejado, hacían pensar que los habían asesinado
en el centro de detención y tortura de la calle Luis Antúnez en Las Palmas, que
posiblemente los hubieran tirado a la Mar Fea, a la Sima de Jinámar, a los
pozos de Arucas y Tenoya, cualquier lugar de la represión y la muerte, donde
los asesinos fascistas desaparecían como alimañas toda pistas de sus crímenes.

Faltaba
algo en la velada, el silencio presidía el olor a mojo verde y papas arrugadas,
nadie decía nada, aquellos hombres y mujeres compañeros de la aparcería en el
sur de Tamarán, la isla desangrada desde el 18 de julio del 36, cuando comenzó
el genocidio más brutal de la historia de las islas, solo comparado al
holocausto indígena patrocinado y ejecutado por la Corona de Castilla y la
Iglesia Católica.

Ahora se
repetía la historia, los mismos asesinos con sotana, los cruzados de siempre,
fanáticos religiosos, racistas, reaccionarios, la oligarquía isleña, los
terratenientes de apellidos nobles, los “grandes de España”, claramente
vinculados a la conquista, al exterminio de los aborígenes, a la violación de
sus mujeres, al secuestro para ser vendidos como esclavos en los mercados de
seres humanos de Sevilla y Valencia.

El miedo
presidía el triste almuerzo, no había música, los timples y guitarras estaban
arrinconados, una especie de ritual triste, solo interrumpido por la palabras
entrecortadas de Rosa María, la joven abogada recién llegada de la península,
donde cursó con mucho esfuerzo, trabajando de criada en Chamberí, los estudios
de Derecho. La pobre chica se había criado con los desaparecidos, habló de cada
uno con voz bajita, no interesaba que nadie escuchara, que ningún vecino
pudiera delatarlos, no hacían nada malo, ni siquiera ninguno de los comensales
había estado nunca metido en política, solo eran amigos de aquella pobre gente
asesinada simplemente por defender la legalidad constitucional.

Rosa nombró
a Cecilia, habló de su embarazo de siete meses, de su marido, el médico José
Luján, que había sido arrojado a la Sima de Jinámar al día siguiente del golpe,
de la noche en que la detuvieron aquella madrugada de diciembre, pocos días
antes de la Nochebuena, al parecer por un chivatazo del mayordomo del Conde de
la Vega y del hijo de la Marquesa del pueblo de las canteras de piedra. La
chica lloraba mientras hablaba, nadie se atrevía a brindar con el vino de Santa
Brígida que había traído el hermano de Ramón, comieron callados, la tristeza
inundaba el ambiente de la humilde estancia en la afueras de Tenteniguada.

A los pocos
días recibieron como una estaca en el corazón noticias de había aparecido
flotando en el mar el cuerpo destrozado por la tortura de Cecilia, cerca del
barrio marinero de San Cristóbal, la familia la recogió con permiso de la
autoridad, la enterraron en el cementerio de San Lorenzo sin curas, sin cruces,
sin ceremonia religiosa, ella lo había pedido meses antes, cuando era
consciente de que tarde o temprano sería detenida, atormentada, desaparecida.

Del resto
de compañeros jamás se supo, todos sospechaban que también habían sido arrojados
al mar, posiblemente dentro de sacos con piedras dentro, que estarían en las
profundidades marinas, como los miles de asesinados en toda Canarias habitantes
de la mayor fosa de la historia, entre las aguas cristalinas y la espuma del
Atlántico infinito.

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«O paraiso feixista» (El paraiso fascista). Dibujo del artista gallego Castelao

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