2 octubre 2023

El mágico olor del mar desde el infierno

La
función de Roberto Bordón era trabajar en las labores de organización de las
cientos de miles de personas que llegaban en los trenes al campo de concentración
y exterminio, mujeres y hombres, niñas y niños de todas las edades, en su
recorrido siniestro hasta las cámaras de gas y los hornos crematorios.

El
joven de Carrizal de Ingenio en Gran Canaria, logró salir de la isla al mes
siguiente del golpe de estado, en pleno agosto viajó en barco hasta la costa
sahariana huyendo de los asesinatos y las desapariciones masivas, organizadas
por Falange, Acción Ciudadana y la Iglesia Católica, organizadas junto a la
oligarquía isleña, los dueños de las grandes haciendas agrícolas que no
perdonarían jamás a quienes defendieron los derechos de las clase trabajadora,
comenzaba el genocidio.

Atravesó
medio continente africano hasta lograr desde Libia cruzar a Italia y tras
varios meses en Nápoles dirigirse a Francia, donde pasó los primeros años del
triste exilio forzoso, estableciéndose en la ciudad de Mulhouse, en el corazón
de Alsacia, muy cerca de la frontera con Alemania y Suiza.

A
las pocas horas de la invasión nazi ya estaba detenido, los colaboradores galos
de los fascistas lo acusaron de comunista y fue trasladado a territorio alemán,
para en unos meses acabar en el campo de concentración de Auschwitz II-Birkenau
a 43 kilómetros de Cracovia.

Nada
más llegar leyó el letrero de la entrada, 
Arbeit
macht frei
(<<(El) trabajo libera>>), entre golpes e insultos
se vio arrodillado en la entrada de los hornos, a punto de ser masacrado, hasta
que uno de los trabajadores esclavos de origen andorrano lo sacó hacia el viejo
almacén repleto de las ropas de los asesinados. Le habló en catalán, enseguida
detectó su acento, el mismo de la antigua novia, la que conoció en las jornadas
formativas de la Juventud Socialista Unificada en Zaragoza.

En
unos días Roberto se vio obligado a ser parte del holocausto sin quererlo, a
palos tenía que tranquilizar a las víctimas que sin saber que iban a ser
asesinados se desnudaban, dejaban sus ropas en las perchas de madera, gente de
todas las edades, familias enteras.

-Ahora
una buena ducha, luego les espera la taza de café, más tarde señores y señoras
les ubicaremos en cada una de sus tareas en el campo- –Les decían minutos antes
de sentir salir el gas de las cañerías, morir aplastados en la desesperación,
asfixiados, amontonados en gigantescas montañas de cuerpos desnudos-

Los
esclavos de los nazis tenían que arrastrarlos, llamar al doctor si alguien había
sobrevivido, para al instante ser asesinado tapándoles violentamente la boca y
la nariz. Llevarlos a los hornos, meterlos uno a uno en cada crematorio, el
olor a carne quemada llegaba a miles de kilómetros, cada población cercana sabía
que estaban quemando seres humanos.

Luego
Roberto, sus compañeros, tenían que trasladar las cenizas a uno de los dos ríos
en los carros, desaparecer hasta el último resto de polvo gris, no parar en
todo el día sin bañarse, sin comer, solo aquel caldo con olor a residuos
fecales que les obligaban a tomarse cada noche.

El
joven canario solo aguantó medio mes, apenas quince días, tenía en la mente
todo el rato a su madre, a sus dos hermanitas pequeñas, a los camaradas que sabía
que habían sido asesinados, arrojados a los pozos, simas volcánicas y al
inmenso océano dentro de sacos de plátanos por los fascistas.

No
pudo más aquel lunes de febrero de 1941, no quería ser cómplice, echó a correr,
se salió de la fila de sus hermanos de suplicio, el amigo Xavier lo agarro del
brazo, pero se le deslizó como un gamo desnutrido entre los disparos de aquellas
bestias demoníacas, sorteó cada ráfaga y herido en la espalda se lanzó contra
las cercas electrificadas.

En
unos instantes notó el fuerte calor, la energía que le hizo convulsionarse
pegado a la alambrada, unos segundos de recuerdo de los lejanos seres más
queridos, el olor al mar del sur, miró al horizonte mientras se iba para
siempre, el cielo estaba rojo en aquel nuevo amanecer.

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Una abuela y sus nietos marchan sin saberlo hacia la cámara de gas, durante 
la llegada de los judíos húngaros al campo de Auschwitz, entre mayo y junio de 1944.