8 junio 2023

El salitre del alma

Lola la del puente recogía en su cereto de caña el
pescado recién desembarcado en la playa de San Cristóbal, aquellos seres que
olían a salitre y profundidades oceánicas parecían mirarla despavoridos,
conscientes de la muerte inminente por asfixia. Morena como el carbón recorría
las calles de San Roque y San Juan ansiosa por vender un producto que apenas le
daba para alimentar a sus cuatro hijos, pasando miserias y hambre, desde
aquella tarde de agosto en que los militares fusilaron a su marido Rodolfo
Espino.

El amo Barber jamás le perdonó que organizara a los
trabajadores de su hacienda para la huelga de mayo del 35, tomó nota de todos
los sindicalistas que participaron en la movilización.
  –Quiero a los cabecillas, -le dijo al
mayordomo Cabrera- quien elaboró una minuciosa lista con nombres apellidos y direcciones,
que luego entregaron en la sede de Falange de la calle Albareda.

Por eso la pobre Dolores Trujillo no podía olvidar
jamás la cara del instigador de la muerte de su marido, lo veía entrando cada
día con su mujer en la ermita de San Telmo, hombre de misa diaria, fiel
seguidor de José Antonio Primo de Rivera, al que admiraba como si fuera una especie
de dios griego, tenía su foto en el salón de su casa. Lola no lo olvidaba,
sabía que Barber fue el que condenó a muerte a su Rodolfo, simplemente por
defender los derechos de los trabajadores, por mantenerse fiel a la legalidad
constitucional, algo tan cruel como quitar la vida de alguien por pensar
diferente, destruir la existencia de una familia que a pesar de su pobreza vivía
feliz, pasando los días en aquella isla atlántica, la “tierra de valientes” que
bautizaron los conquistadores por la bravura de su pueblo en la guerra de
resistencia indígena contra la corona castellana.

Barber, al que conocían todos como “El Ferretero”,
acogía cada tarde en su casa a lo mejor de sociedad canaria, por allí pasaba
Eufemiano Fuentes, los Bonny, parte de los Betancores, los Melianes, el viejo
Leakok y otros muchos personajes vinculados al terror, a una dictadura que daba
sus primeros pasos asesinando a más de 5.000 canarios. Brindaban con ron de
caña, con el vino que el mujeriego empresario tabaquero traía de El Monte, de
las bodegas de la Caldera de Bandama.

Aquellos encuentros se convirtieron en habituales,
Lola llegó a pensar cuando atravesaba Vegueta en lo bueno que sería ponerles
una bomba cuando estaban todos reunidos en el patio colonial, el favor que se
le haría a la humanidad si aquella escoria volaba por los aires. Nunca se
atrevió, solo tenía contacto con el partido en la clandestinidad cuando le
llegaba el sobre mensual con dinero del Socorro Rojo, unos pocos billetes que no
servían para mucho en la situación de miseria extrema que vivían, con su niño
Narciso metido en la cajita de madera con aquella enfermedad que no lo dejaba
crecer aunque tuviera casi diez años, el mal de la pobreza, el olor de la
tristeza, de la desesperación, mientras aquellos asesinos celebraban cada tarde
con fervor patriótico el genocidio sobre lo mejor de un pueblo noble y
luchador.

El último día de la semana, el sábado de noviembre
llegó a la playita capitalina y en la barca no solo había pescado, sino el
cuerpo de un hombre en estado de semi putrefacción, llevaba el torso desnudo,
era joven, no más de treinta años, en su cintura un saco atado, las manos a la
espalda, los pies cortados por la soga de pitera, los pescadores lo habían
encontrado cerca de la Mar Fea flotando, se arriesgaron a sacarlo, Lola lo miró
bien y era Carlos Muguruza, el vasco amigo y compañero de su marido en la Federación Obrera, del que todos pensaban
que había logrado escapar para la costa africana, sus ojos abiertos parecían
mirarla, su pelo rubio enredado, como cuando el viento le daba en las
interminables asambleas, cuando se subía sobre los racimos de plátanos para
hablarle a las trabajadoras sobre derechos, sobre ese mundo mejor que podían
conseguir si se unían en la lucha. Lolita se quedó un ratito mirando el cuerpo
vencido de aquel hombre bueno, incapaz de entender tanta maldad, se acordó de
su Alicia Echanove, su mujer, también desaparecida, de su hijita Aurora que se
la había llevado desde la iglesia de San Juan aquel matrimonio sevillano de
falangistas después de pagarle al obispo.

Ese día Lolilla no se llevó pescado para vender, se
fue con su cesta vacía camino de la ciudad colonial, atravesó la playa de
Triana, se quedó sentada entre las barquillas atuneras pensativa, acurrucada
del frío, pensando en los años felices, en como la oscuridad había inundado de
dolor la isla de los sueños.

(1)Ceretos: cestos grandes de caña o mimbre para transportar pescados u otras mercancías.

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Ilustración del blog de microrelatos de Sara Lew