2 octubre 2023

El sur del sur barranco abajo

La
carretera de Temisas a Santa Lucía era demasiado transitada aquella noche, no
dejaban de llegar noticias de Aguimes de varias detenciones, incluso de un
posible tiroteo en la zona de Arinaga entre falangistas y varios miembros del
Frente Popular, donde al parecer se habían producido varias muertes del bando
republicano.

Demetrio
Acosta y Santiago Calcine salieron la madrugada del lunes 20 de julio de 1.936
a un destino incierto, la consigna que llegaba desde Las Palmas de Gran Canaria
era de resistir pacíficamente, Demetrio, abogado y sindicalista, secretario de
la Federación Obrera del sureste, había hablado el día antes con el diputado
comunista, Eduardo Suárez, la voz dulce y contundente del defensor de las
mujeres tabaqueras sonaba con la tranquilidad que le caracterizaba, siempre con
una enorme amabilidad, le dio las instrucciones pertinentes para mantenerse a
la expectativa, no estaba nada claro lo que estaba sucediendo, incluso muchos
creían que aquel movimiento era una huelga auspiciada por los sectores más
reaccionarios junto a la iglesia católica, Suárez trasmitía siempre la misma
serenidad, resistir, no abusar del poder, respetar a quienes pensaban
diferente, tratar de serenar y enfrentar desde la legalidad vigente cualquier
alteración del orden público.

El
coche del ayuntamiento iba sereno entre los baches, casi a las seis de la
mañana por la carretera de tierra, el cielo despejado, limpio entre las
montañas, al fondo se avistaba bajo las estrellas el mágico Roque, conocido por
los antiguos canarios como Aguairo. Una especie de premonición terrible iba en
la mente de Santiago, no decía nada, los dos en silencio bajo la inmensidad del
cielo avanzaban hacia el sur de la isla, la idea reunirse con los compañeros,
tratar de saber que estaba sucediendo en Canarias, en toda España, con noticias
muy difusas, rumores de ruido de sables, asesinatos, desapariciones masivas,
miles de personas detenidas a las pocas horas del alzamiento.

Al
trazar una curva cerrada escucharon disparos, lo que les hizo detenerse y
aparcar el auto a la derecha de la raída calzada. Se bajaron y se asomaron al
acantilado, viendo como a menos de un kilómetro el fuego de las detonaciones,
gritos desesperados de varios hombres que eran golpeados salvajemente, una voz
con acento inglés daba órdenes, gritaba, lanzaba arengas en una diatriba casi
ininteligible, complicada por el escaso conocimiento de la lengua castellana.

Lograron
identificar en poco minutos al grupo, eran varios de sus compañeros de Santa
Lucía, Maspalomas y Mogán, Ernesto Santiago, Juan González, Pedro Álvarez,
Gustavo Santana y tres más que no conocían, todos atados con los brazos a la
espalda, arrodillados en fila de uno y Antonio Sosa, encargado de la finca de
tomateros del cacique británico, golpeando con barras de hierro junto al hijo
del conde las espaldas de los desgraciados reos, el inglés rebuznaba todo tipo
de insultos, más abajo de la pista de tierra un grupo de guardias civiles
apuntando con los fusiles entre varios camiones y vehículos policiales.

Los
dos hombres se quedaron en la loma, no sabían qué hacer, si seguir o regresar,
lo primero que decidieron a toda prisa, muy asustados, fue meter el coche por
la entrada de un pequeño barranco, ocultarlo entre las tabaibas y cardones,
mientras desde arriba veían todo, incluso el momento en que un falangista con
bigote y correajes vació el cargador de su pistola en la cabeza de Ernesto
Santiago, al parecer el sindicalista le dijo algo que enfadó mucho al fascista,
la sangre salpicaba, manchando al resto de los detenidos que gritaban
y lloraban revolcándose en el suelo.

Luego
fue todo muy rápido, el hijo del conde y el terrateniente inglés ordenaron a
los guardias civiles disparar sobre los hombres arrodillados, el barranco
parecía estallar como un volcán en erupción, un ruido atronador de disparos,
fuego y humo que pareció detener por un momento el tiempo en la isla de Gran
Canaria, Demetrio y Santiago no se creían lo que veían, los cuerpos de sus
amigos y compañeros tirados en el suelo, mucha sangre, un cura que les pareció al
párroco de San Bartolomé de Tirajana dando la extremaunción a los muertos,
echándoles por encima agua bendita y rezando un padrenuestro.

El
inglés con una cruz gamada en el brazo ordenó que metieran los cadáveres en los camiones, dijo algo de
llevarlos a los riscos de Arteara, a un pozo de Fataga de su propiedad, daba la
impresión de que no tenían muy claro que hacer en ese instante, como deshacerse
de tanta sangre mezclada con la tierra seca de los tomateros.

Desde
la altura se divisaba todo el entramado terrible, el grupo numeroso de
falangistas, guardias civiles y varios paisanos, entre ellos un conocido
empresario tabaquero que sentado contemplaba la escena, un laberinto de sombras
que según aclaraba el día se apreciaba mejor, identificando las caras, los
rostros conocidos de la patronal sureña, altos cargos de la policía, miembros
de la derecha política isleña, varios curas más con sotana y pistola al cinto, demasiada
gente para tan pocos muertos.

Arriba
paralizados, cuerpo a tierra, desolados, Demetrio y Santiago no decían nada, el
silencio llegó cuando partieron los camiones con los asesinados, los coches
repletos de uniformados, solo quedó la sangre, la tierra revuelta, la barra de
hierro ensangrentada, el viento que levantaba el polvo, restos de un dolor
indescriptible en aquella mañana de un estremecido verano.

Los
dos decidieron partir, abandonar el auto, caminar por los barrancos de Temisas,
muy cerca de varias cuevas de los indígenas, avanzar hacia la cumbre, hacia un
lugar seguro donde resistir en medio de la naturaleza, con la esperanza de no
ser capturados, conscientes de una muerte segura si acababan en manos de los
fascistas.

Desde
lejos dos guardias civiles con prismáticos los observaban sonrientes, el
sargento Lima encendió el virginio con una inmensa tranquilidad, sabían que al
final del barranco les esperaba la brigada del amanecer, que no tendrían
salida, que su inevitable destino sería la Sima de Jinámar, donde serían
arrojados vivos esa misma noche.

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