2 octubre 2023

El vuelo entre los árboles gigantes

El joven Tono Cabrera, iba en el camión junto a los
doce compañeros del norte de la isla de Gran Canaria, atados de pies y manos
con sus caras rotas y los cuerpos magullados de los golpes de los falangistas,
una odisea de torturas que se inició en el momento que los sacaron de sus casas
de madrugada, las varas de acebuche hacían mucho daño, la pinga de buey del
verdugo de Tenoya rajaba la piel, no paraban ni un instante de pegarles,
incluso en el viaje hacia la Sima de Jinámar para arrojarlos al vacío.

El muchacho no dejaba de moverse y de mirar
fijamente al viejo Acosta, el jefe de Falange de Tamaraceite que lo miraba
atravesado, el fascista sabía de su fuerza, de sus mañas de lucha canaria, de
la potencia que tenía para cargar cuatro o cinco sacos de papas a la vez sin casi
inmutarse.

Tono forzaba las manos, notaba como sangraban sus
muñecas clavadas en el hilo de pitera, movía las musculosas piernas, unos
muslos de piedra, hasta el momento que logró soltar una de sus manos, el cojo
Acosta no le quitaba ojo, él lo miraba fijamente mientras le sangraba la ceja
izquierda.

En menos de un segundo aprovechó los gritos de uno
de los detenidos que no podía respirar por la bolsa que le habían puesto en la
cabeza, en ese preciso instante soltó las piernas y se levantó como una
exhalación, saltando casi un metro en el aire para dar un violento cabezazo al
cojo Acosta, el camión dio un impresionante frenazo, el resto de falangistas
sacó las armas, justo cuando Tono saltó por una ladera entre los disparos, las ráfagas
de ametralladora que impactaban contra la nocturna nube de polvo que caía hacia
el abismo.

En un instante no se escuchó nada, varios
falangistas y guardias civiles corrieron ladera abajo, se paraban y no
escuchaban pasos en la absoluta oscuridad de septiembre de 1936, no se veía
nada, gritaban de rabia, solo percibían lo negro de la noche, el cojo Acosta seguía inconsciente
del tremendo cabezazo, tenía la nariz partida de donde le brotaba abundante
sangre, echaba espuma blanca por la boca. El sargento de la guardia civil
Teodoro Sosa, lo trataba de reanimar con un trago de ron de caña, pero el
fascista tenía los ojos en blanco, demasiado violento el macanazo, demasiado poder físico la de aquel joven deportista y trabajador desde que tenía menos de siete
años.

El camión salió para la Sima de Jinámar a tirar al
vació al resto de los hombres, dejando un retén de uniformados por si veían a
Tono. En pocas horas salieron de Galdar varias partidas de hombres conocedores
del norte de la isla para buscarlo, no podían admitir que nadie escapara, había
que matar, torturar, desaparecer, generar miedo y sufrimiento.

Tono estaba donde menos imaginaban, había dado la
vuelta entre las ráfagas, escaló un risco y se colocó donde las luces del
vehículo no llegaban, metido en una zanja se tapó con las hojas de platanera, no
se movía, no respiraba, parecía que siempre había habitado en aquella oscuridad,
escuchaba los gritos enfurecidos de los jefes de falange, del cacique platanero
Leacok, del terrateniente tomatero apellidado Santiago, del tabaquero Fuentes, no movía un musculo,
incluso varios falangistas estuvieron a su lado varios segundos, casi lo pisan,
pero él no se movía, no respiraba, no existía, era invisible a los ojos de aquellos malnacidos.

En un rato cuando se disolvió la poblada carretera,
el joven salió sendero arriba, subió en menos de dos horas al Pinar de
Tamadaba, estaba amaneciendo cuando divisó el lugar mágico-religioso de los
antiguos canarios, más conocido como Punta Faneque, la niebla lo protegía de las
miradas delatoras, casi corría, saltaba de piedra en piedra, el sudor limpiaba la sangre de su rostro, de su
pecho, de los latigazos de la pinga de buey del verdugo de Tenoya en su
espalda, no se paraba, sabía que si lo hacía daría tiempo a sus perseguidores,
más de cien hombres, que le seguían el rastro, la sangre en las zarzas, en las
piedras afiladas de la toba basáltica. 



Tono bajaba y subía de nuevo, borraba
huellas, trataba de dar la impresión de que iba hacia 
La Aldea de San
Nicolás, pero su destino era otro, llovía muy fuerte, hacía frío aunque fuera
verano, pero el muchacho no sentía nada, solo las ansias de libertad, que lo
hacían volar entre los pinos, hasta que de repente se vio en un lugar
desconocido, parecía cerca de Linagua, árboles inmensos que tapaban las nubes,
tan anchos que ni veinte hombres podrían abrazarlos, tenía tiempo a pesar de la
desesperación de la huída de apreciar la belleza, el olor de la selva, de las
flores inmensas entre los pinos gigantes, el lugar originario donde habitó el
pueblo de valientes, los habitantes de Tamarán, de los que quedaban las casas
cruciformes de piedra seca, rodeadas de aquel fervor natural, de una magia
desconocida para un joven luchador, la fragancia de lo salvaje, el canto de los
pinzones azules, de los canarios del monte, que convertían aquel lugar en un
paraíso al margen del terror.

La partida de búsqueda siguió erróneamente hacia La
Aldea, le perdió el rastro cerca del Andén Verde, iba demasiado rápido este
cabrón, comentaban a gritos, todos muy jodidos por no encontrarlo para matarlo
de forma inmediata, la fuga se pagaba con la muerte, Tono lo sabía, pensaba en
su novia Adela Rodríguez, aquella muchacha morena de pelo rizado, que rompía
esquemas en Sardina del Norte, que se pasaba parte del día leyendo libros en la playa.

El muchacho paró, percibió que ya nadie lo
perseguía, que tardarían días en recuperar su rastro. Se metió en un hueco que
había casi en la cima del paraje mágico, un agujero entre la maleza que daba a
un laberinto de cuevas prehispánicas, cuevas chicas, con el techo muy bajo,
donde todavía pervivía el sabor de los tiempos de la libertad, allí se tumbó
para recuperar fuerzas, se quedó dormido profundamente entre la fragancia del
pasado, el olor de su amada, la sensación de las caricias nocturnas en la perdida playa
del Agujero, el despertar no importaba, solo dormir, viajar al mundo de la
esperanza.

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Agrarrada de lucha canaria, principios del siglo XX