10 junio 2023

En el latido del alma

Ramón Mejías
se entristecía cuando veía a su hijo Pedro fumándose la papela de heroína en el
portal de su casa de Las Remudas, desde que la policía española introdujo esa droga de forma masiva en la isla, se plantaba con los brazos en jarra ante los
muchachos y les decía:
-Cómprense
una botella de ron Carta de Oro y déjense de fumarse esas mierdas chiquillos-
A Pedro le
daba mucha vergüenza, por un instante se pensaba en lo que estaba haciendo,
pero luego encendían otra y otra, así hasta agotar el narcótico y salir
a robarle a los giris a la zona turística de Maspalomas, para volver a comprar
y comprar en un círculo vicioso imposible de parar.
Los síntomas
de la diabetes en Ramón se agudizaban cada día, había rechazado tomarse el
tratamiento para llevar lo que el consideraba una vida normal, seguir tomando
alcohol, comiendo carne y todo tipo de grasas.
Recordaba
los años en las cuarterías del cacique inglés Emiliano Bonny de la Loma de Jinámar,
los madrugones para trabajar de sol a sol en los tomateros, la dureza de la
vida de aparcero, los abusos patronales y la represión política de aquellos
años 60 contra cualquiera que se rebelara contra lo establecido.
Las noches
eternas con un cielo estrellado y las historias de las brujas que agazapadas
esperaban en cada recodo oscuro, los burros que hablaban, las luces que aparecían
entre las tuneras y atravesaban el pecho de los caminantes.
Lo contaba
la abuela Matilde sentados en el patio de tierra de la humilde vivienda, las
goteras en las noches de lluvia, el agua que corría por en medio de la casa,
los tiempos del hambre de la posguerra, cuando sus ocho hermanos se enfrentaban
a una vida sin padre, desde que los falangistas se lo llevaron a un lugar
indeterminado, posiblemente la Sima, quizá La Marfea o cualquier pozo perdido
de la isla de los mil lamentos.
Ramón sentía
mucha pena al ver como la salud se le destrozaba y su hijo era incontrolable,
se escapaba de clase con apenas once años, le decía el maestro del colegio de
La Pardilla que venía muchos días colocado, que creía que tomaba LSD o que en
la cantimplora de Goofy en lugar de agua llevaba Ginebra.
Cuando le
amputaron la pierna y se quedó ciego con apenas 54 años, Pedro venía a verlo a
la clínica de La Garita, la sección de desahuciados aunque no se lo dijeran, sentía
el olor a tabaco, a esas drogas desconocidas que el chiquillo llevaba
impregnadas en su ropa, el tono ronco de su voz cuando venía drogado, el abrazo
y el llanto cada vez que se despedían sin saber si se verían de nuevo al día
siguiente.
Ambos iban
por senderos de muerte, Ramón no pudo soportar perder la vista, le decía al
joven médico que pagaría cualquier cosa por recuperar la visión, ver amanecer
desde Bocabarranco, el sol rojo que iluminaba las pupilas de sus niños, de su
esposa, en los años felices de los infinitos veranos en la playa de Melenara,
los sancochos, los pizcos de ron en la tasca de Benito, el pescado fresco asado,
ese sagrado momento de ver a sus hijos dormidos, el silencio solo interrumpido
por el mágico ruido del mar.

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