8 junio 2023

En la cueva del tiempo

El cielo
del atardecer parecía reventar de belleza el horizonte enrojecido, al fondo los
nubarrones negros avanzando hacia el barranco de Mascuervo, un espectáculo que
daba miedo, que mostraba la inmensa fuerza de la naturaleza, el mágico lugar,
la selva de acebuches, dragos y palmeras, donde se escondían Pablo y Miguel,
evadidos de la persecución franquista, justo el mismo día, julio de 1936, en
que comenzaron a llevarse de madrugada a todos sus compañeros, a la buena gente
del Frente Popular y la Federación Obrera, arrancados de sus humildes hogares
para ser torturados, asesinados salvajemente, desaparecidos para siempre en las
simas volcánicas, en los oscuros pozos, entre las olas del lugar más profundo
del Atlántico sonoro.

Los dos
muchachos vecinos de Tamaraceite y Tenoya, jamás imaginaron que pudiera suceder
algo tan terrible, sabían de los odios de los caciques contra quienes luchaban
por los derechos de la clase trabajadora, pero nunca pensaron que la represión
pudiera ser tan terrible, que los asesinatos en la isla de Gran Canaria se
contaran por cientos en pocos días, por miles en todas las islas, en un
genocidio sin precedentes en el archipiélago desde los tiempos de la conquista
castellana.

En el
momento en que Pablo se enteró de los crímenes avisó a Miguel, los dos salieron
el miércoles 22 de julio hacia la montaña de San Gregorio, atravesaron sus
laderas buscando un lugar donde refugiarse, en el camino viejo de San Lorenzo
se veían los grupos de sediciosos, camiones y otros vehículos propiedad de la
oligarquía isleña, utilizados para cazar republicanos y conducirlos a la
muerte.

Entraron en
el bosque virgen del Acebuchal, remojándose las cabezas en el manantial de
“Aceite y vinagre”, comiéndose las sardinas saladas y los mendrugos de pan
agazapados entre un bardo de tuneras y el árbol centenario. Arriba en San José
del Álamo se escuchaba mucho ruido, algunos disparos, varias ráfagas que
rebotaban en los riscos como truenos inmensos, salieron a la carrera hacia el
fondo del riachuelo que venía de San Mateo, avanzaron barranco arriba entre los
frondosos cañaverales, vieron algún hombre recolectado hierba para los
animales, no se miraron, parecían seres invisibles, espíritus desbocados
buscando la luz del más allá, conscientes de que no había otra salida que
escapar, que de lo contrario serían asesinados nada más ser capturados por
aquellos hombres sin piedad.

Pensaban
seguir subiendo hacia las entrañas de la oscuridad, cuando vieron la pequeña
cueva entre el bosque de Mascuervo, una especie de entrada taponada por una
pared prehispánica, una vegetación salvaje que apenas dejaba notar que al otro
lado había un espacio de salvación, una cueva de planta cruciforme excavada en
la toba basáltica, un hueco ancestral congelado en la historia, dos camas de piedra,
restos de cerámica, al fondo unas cuerdas enredadas sobre un viejo tronco de
pino.

Los dos
jóvenes se tumbaron en las camas después de limpiar el polvo y las telarañas,
un olor antiguo que daba seguridad inundaba la estancia, el techo repleto de agujeros,
una especie de micro universo, varias figuras podomorfas que parecían jugar
entre las estrellas, una luna, alcorac
(1)
que parecía viajar desde los confines del infinito. Ambos se durmieron rápido
entre una sensación de tranquilidad, era como si de repente se paralizara el
tiempo, un viaje a los confines de aquella sufrida tierra, donde otro pueblo
ancestral habitó entre las nebulosas del viento, atrás muy atrás, el sueño
profundo Pablo y Miguel, enredados como recién nacidos entre los brazos de sus
madres, unos pechos repletos de leche, el calor de la ternura, mientras por la
isla corría la sangre de los mejor de sus hijos.

(1) 
Divinidad de los antiguos canarios, el más grande, el altísimo, el
sublime, el ser supremo, derivado de una raíz documentada en el bereber.



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Cueva-yacimiento arqueológico de los antiguos canarios de Risco Caído (Gran Canaria)