24 septiembre 2023

Amor maternal entre el averno

Aquella
tristeza era tan grande que daba igual que la fusilaran, que el
paredón lo integraran hombres temblorosos, casi abriles lluviosos,
como si el estruendo de los disparos no fuera más que una ayuda para
liberar el dolor inmenso.

Eso
pensaba Lola Andueza Ramírez, cuando la sacaron del prostíbulo en
la mayordomía de El Conde de la Vega en la vieja hacienda de
Pajonales, cansada de las brutales aberraciones sexuales de los
falanges de San Bartolomé de Tirajana, Santa Lucía, Ingenio,
Carrizal y Telde, con el cuerpo quebrado por los abusos y la tortura,
ya todo le daba igual, la empujaban, la golpeaban, la pateaban,
todavía en su sexo y su ano la sangría de las violaciones masivas
de los falanges, pero la valiente Dolores seguía adelante con la
cabeza siempre alta, el fusilamiento sin consejo de guerra, ella
sabía que a las mujeres nos las juzgaban tribunales de militares
criminales, que la muerte era directa, que jamás se visibilizaba el
crimen femenino, que se ocultaba por la absurda moral católica,
aunque los curas eran los primeros en acusar para que las asesinaran.

El
coche cedido por la Condesa, el que usaba para sus traslados a la
mansión de Jinámar, lo había cedido con orgullo para la matanza de
rojos, allí llevaban a Lola y a dos hombres masacrados, ambos
sangraban por nariz y boca, el anarquista de la CNT, Tito Hernández,
conocido futbolista y centrocampista del Marino FC, junto a Mario
Calcine, escultor joven, de menos de quince años de la escuela del
pintor Felo Monzón Grau Bassas y afiliados a la JSU, el auto
avanzaba a gran velocidad por la pista de tierra hacia la montaña de
Tauro, donde existía un cementerio aborigen, los restos del otro
genocidio de la conquista castellana.

La
muchacha con ojos enrojecidos, azules como el cielo de agosto miraba
el recorrido, los pinos, algunos centenarios, el olor a retama, a
tierra africana, no se venia abajo, aún sabiendo que lo que le
esperaba era el inevitable tiro en la nuca, la fosa común en algún
lugar perdido de la montaña sagrada, donde las aguilillas ejercían
su atávico ritual entre el abismo y el viento del sur.

Por
unos instantes entre los brutales pellizcos de los sicarios fascistas
en sus muslos, recordó la noche de amor con Julio Zamora, el joven
maestro comunista de Ayacata, cuando subieron hasta Los Llanos de la
Pez y se amaron sin condiciones entre la brisa, la niebla que
inundaba aquel diciembre del 35, la nebulosa trémula y republicana
tras el triunfo de la esperanza, los besos, el sabor de unos labios
que no querían separarse jamás, dos cuerpos unidos, dos almas
reencontradas tras el paso de los siglos, que se reconocían en cada
mirada, en cada caricia, entre los susurros y jadeos bajo la noche
estrellada.

El
vehículo se detuvo bruscamente en una curva y se adentró por una
pista con muchos baches rodeada de tabaibas gigantes, recorrió unos
cuantos kilómetros en un paraje desconocido, en el asiento delantero
los falanges se pasaban las botellas de ron de caña y Alfonso Corujo
requeté majorero dijo:

-Esta
puta roja está tan violada y jodida que ya tiene el sucio conejo
como un bebedero de pollos, habrá que matarla sin disfrutarla-

Sacaron
a la mujer y a los dos hombres atados y los pusieron de rodillas ante
un agujero volcánico minúsculo, el lugar donde los cazadores de
Fataga tiraban a los podencos que no cazaban, Mario Calcine dio
varios vivas a la República, el futbolista callaba, pero si miraba a
la cara de los asesinos, no decía nada, hablaba con sus ojos
marrones, sin miedo, como si estuviera en una de las finales del
Campo España contra el Real Club Victoria.

Dolores
sintió la fuerza indomable de los dos hombres heroicos, de sus
entrañas le salía un amor maternal, invencible. Sentía ganas de
acurrucarlos en sus brazos, que todo aquello fuera una horrible
pesadilla, que pudiera mimarlos como sus niños, los hijos que jamás
tendría.

Alfonso
Trujillo Bordón, el guardia civil de Ingenio, al grito de ¡Fuego! del jefe falangista Eustasio Padrón Novo, disparó en sus nucas
sin mediar palabra, una detonación que no parecía que saliera del
cañón de una pistola, más bien el graznido de una
siniestra ave del averno.

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De “El huevo de la serpiente” – © Carlos Bosch