9 junio 2023

Esperando nacer

María
Rosa se encargaba de cubrir con su exigua pensión de 352,54 euros los gastos de
comida de sus dos hijos y de la niña, no se sabía bien como lo hacía, pero
siempre había algo de comer en aquel piso del barrio de Jinámar. Toda la vida
limpiando pisos y ganando sueldos de miseria le habían forjado sus ganas de
seguir bregando, batallando para criar aquellos chiquillos morenos y desnutridos,
evitar al menos que murieran de hambre, que pudieran ir al humilde colegio, que
se sacaran el graduado escolar, un entramado de objetivos por los que cada día
daba su vida, que definieron su amarga existencia desde que se vino de
Valleseco con sus padres, tenía apenas doce años y nueve hermanos.

Su
treintañero hijo Nicolás tenía problemas de alcoholismo y ansiedad casi
constante, llevaba varios años en paro, después de haber sido despedido de su
trabajo en la construcción en el sur de la isla, la crisis del ladrillo que enriqueció
a muchos mafiosos se había cebado con aquel desgraciado joven, su mujer se fue
con otro, dejándolo solo, abandonado con la chiquilla, discapacitada con
parálisis mental y paraplejia, su madre los acogió como siempre: “Donde comen
dos comen cuatro mi niño”, le dijo el día que llegó llorando después de haberle
sido denegada una ayuda social en el ayuntamiento.

Fran, el hijo menor, de apenas 23 años, había estado de nuevo en la cárcel por varios
delitos pendientes, trapicheo de drogas, varias peleas y ese permanente enganche
a la heroína, el que llevaba encima desde los catorce años, cuando aprovechaba para
verse con aquellas amistades tan poco recomendables, en las muchas horas que su
madre los dejaba solos en la casa, para poderse ir a limpiar desde las cinco de
la madrugada, cobrando una porquería en las lujosas residencias de los ricos en
Tafira.

Cada
día era una lucha constante entre bancos de alimentos, la parroquia de La
Concepción, la iglesia evangélica que también repartía comida, esa era la ruta
de María Rosa, de puerta en puerta, tratando de que su gente no pasara hambre,
llevar alguna bolsa en muchos casos con comida caducada, hacía magia, parecía
imposible, pero nunca faltaba algo en la mesa.

La
pobre mujer no tenía vida, todo era buscar comida, pagar las deudas, tiendas de
venta de oro, donde se deshizo de su anillo, el que un día le regaló su
fallecido marido, aquel hombre rudo, de corazón puro, que trabajaba en un barco
pesquero. La dejó sola con los niños tan pequeños, el maldito infarto le
destrozó la vida cuando bajaba del barco en Puerto Cabras.

Luego
todo se volvió al revés, pasaron los años tan rápido que ni los sintió, hasta
verse un día con arrugas y el pelo recogido, sin dinero para poder pasar por la
peluquería.

Aquella
realidad sin salida le encogía el alma cada mañana al levantarse, no sabía cómo
recuperar ese antiguo equilibrio, esa paz que un día tuvo en los años de
abundancia relativa, cuando había un sueldo cerca de ser digno en su hogar, un
amante marido, momentos de diversión en los bailes del “Marino” o “El Ferreras”.
Todo eso se había ido, seguramente para siempre, era el año 2014 y tenía que
mendigar la comida, un hijo con una depresión profunda que no salía de su habitación,
el otro enganchado, con frecuentes síndromes de abstinencia o robándole lo poco
que tenía para venderlo.

La
niña era su amor, la cuidaba como a una princesa, trataba de hacerla feliz, que
se sintiera bien, que no fuera consciente de la tristeza que inundaba cada
rincón de aquella humilde casa, la sacaba por las tardes en la silla de ruedas,
recorría el parque de La Condesa, le contaba historias increíbles, de cuando
era joven y lavaban la ropa en la fuente del agua fría, casi congelada, que
venía de las cumbres de Gran Canaria.

Nada
podía ir peor, veía por la noche “El parte”, que era como ella llamaba a los
telediarios. Se encontraba con aquella pantomima política, la corrupción del
gobierno, desahucios con policías dando golpes, las promesas del barbado y estúpido
presidente: “Todo mentira”, pensaba, siempre había votado por opciones de la
izquierda, estuvo en la Coordinadora de la Vivienda muchos años, casi desde su
creación, pero su líder, que fue secretario general del Partido Comunista, les
había traicionado, pasando a formar parte de la derecha política isleña, de
aquella banda de sinvergüenzas que se enriquecían con la miseria del pueblo.

Se
hubiera quitado la vida en cualquier momento, no tenía miedo a la muerte, no
aguantaba tanto dolor y sufrimiento, pero se agarraba al amor por sus hijos,
por aquel ángel de la vieja sillita que la miraba con tanta dulzura, que
sonreía con una luz inusual, que sin darse cuenta le iluminaba el alma, la
hacía dejar la ventana de aquel duodécimo piso, las torres del antiguo polígono,
donde hacía tiempo que no había luz en las escaleras, ni dinero para arreglar
los ascensores, averiados hacía ya cuatro años.

Toda
idea suicida se marchaba como venía de forma implacable, se deshacía ante ese amor que la aferraba a una existencia
tan maldita, sin futuro, sin perspectivas de mejora, solo sobrevivir, aferrarse
a unos años de infinita podredumbre, desaliento y esa inmensa falsedad de los
que ejercían el poder político, convertidos en ladrones, delincuentes, genocidas
del pueblo, masacradores de millones de vidas, de esperanzas perdidas como las
de María Rosa, como las de tantas familias en la indigencia, niños con hambre, verdadera
pobreza, la que ella veía cada día en su barrio, miradas tristes, perdidas, desesperadas,
recorriendo las calles del antiguo valle indígena, de una sociedad destruida
por un ejército de cobardes enchaquetados.

Esa
noche de diciembre se sentía bien, abrió una botella de vino barato, sacó los
mejores vasos del viejo ropero de su boda, sirvió tres copas medio llenas, un
platito de peladillas, llamó a los hijos, Nicolás no salió de la habitación, lo
escucho decir que no aguantaba más, Fran se sentó con ella la besó en la
mejilla, la estrujó con aquellos brazos tatuados, brindaron en silencio, se
miraron, la niña sonreía callada, algo mágico flotó en el ambiente, una especie
de luz chiquita, casi invisible, brotó del otro lado del viejo volcán, por unos instantes pareció que podía nacer la esperanza.

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