2 octubre 2023

La dignidad de los cinco de San Lorenzo

Eran ya las dos de la tarde cuando se abrió bruscamente
la puerta de la celda, donde cuatro de los cinco de San Lorenzo esperaban la
hora del fusilamiento, dos soldados y un cura aparecieron en el umbral, afuera
en aquel cuartel de La Isleta el siroco no dejaba ver el cielo de aquel lunes 29
de marzo de 1.937, solo polvo y un viento que estremecía el alma. Los cuatro
hombres estaban sentado cada uno en una esquina de aquel reducido espacio, una
litera con dos colchones viejos, un banco de madera hecho a mano muy pequeño,
un bidón de agua casi vacío, al fondo varias banderas del regimiento
abandonadas, rotas, comidas por las abundantes ratas.

Juan Santana Vega, alcalde comunista del municipio
de San Lorenzo, Manuel Hernández Toledo, inspector jefe de la policía municipal,
Antonio Ramírez Graña, secretario municipal, Francisco González Santana, dirigente
sindical de la Federación Obrera, todos del Frente Popular, miembros destacados
de la lucha obrera de aquella zona de la isla de Gran Canaria.

Los soldados en silencio depositaron las bandejas
con un rancho de garbanzos y pequeños trozos de carne en la mesa de madera, el
cura observaba todo, llevaba una pistola al cinto y en la sotana cocida una insignia
de Falange con el yugo y las flechas. Miraba sorprendido como ninguno quiso
comer, los ojos del miedo a una muerte inminente navegaban por sus miradas,
algunos lloraban, otros golpeaban sus puños contra las sucias paredes de aquel minúsculo
pabellón militar.

Horas antes los hombres se habían negado a
confesarse ante el cura párroco del Carmen, que se acercó desde el cercano
barrio para oficiar dicho sacramento, el capellán militar y falangista pensaba
que iban a morir en pecado, que el demonio se los llevaría nada más recibir el
tiro de gracia.

Ninguno probó bocado, solo miraron la comida como
quien mira algo inexistente, ilusorio. La puerta se cerró y afuera se escuchaba
un bullicio de hombres formados, arengas militares, una energía que podía
cortar el escaso aire fresco que entraba en el recinto, el último espacio de
vida a menos de una hora del fusilamiento, unos instantes terribles de
recuerdos, cada uno con un terremoto de pensamientos en sus cabezas, imágenes que
llegaban y se iban a una velocidad incalculable, una especie de maratón de
sensaciones, de sentimientos vitales en aquellas jóvenes vidas que se acercaban
al final.

Pancho, no dejaba de pensar en su chiquillos, en su
amada mujer, en Dolores, los amados hijos Lorenzo, Paco, Diego, ya se había
enterado meses antes del asesinato de más pequeño, del bebé Braulio, que fue
golpeado violentamente de cabeza contra la pared por un falangista de
Tamaraceite. No había palabras para definir tanto dolor, la inmensa tristeza de
no ver más a su adorada familia, las lágrimas salían solas, no hacía falta
pensarlas, era un torrente, como los barrancos isleños cuando había un buen
invierno.

Juan, el alcalde, estaba como petrificado, absorto, ni
siquiera respondía las escasas palabras de sus camaradas, como Antonio y Manuel
no superaba los 25 años, muchachos ilusionados con la democracia, con aquellas
elecciones municipales celebradas unos meses antes donde la izquierda había
arrasado, imponiéndose a tantos años de abusos de poder y todo tipo de injusticias
sociales, obteniendo una mayoría absoluta histórica.

A las tres y media de la tarde todo parecía
definitivo, la esperanza de cualquier indulto de última hora no llegaría, la
puerta se abrió, hombres armados esperaban en formación, una especie de ritual
siniestro, un pasillo por donde tuvieron que pasar con las manos atadas a la
espalda directos al campo de tiro.

Uno de los cuatro, el más viejo, pidió dignidad en
esos últimos momentos: “No les demos el placer de vernos sufrir, muramos con la
cabeza bien alta por la República, por nuestro municipio de San Lorenzo, por la
Internacional Comunista”.

Llegaron al paredón y allí estaba Matías López
Morales, su camarada condenado a muerte en el mismo consejo de guerra, al que
tenían separado por estar cumpliendo el servicio militar. Se miraron a los
ojos, el joven intelectual majorero los recibió con una sonrisa, con voces de
ánimo en aquellos instantes finales.

Los hicieron caminar hacia la montaña de lava,
ninguno quiso taparse la cara mientras el pelotón recibía instrucciones del
capitán Bombín, uno de los soldados lloraba, tratando de disimular ante sus
mandos. Los colocaron en línea separados apenas medio metro uno del otro,
Matías daba vivas a la República, una entereza que asombraba al capellán
militar, al resto de aquella banda de asesinos que iban a ejecutar
 a unos hombres inocentes, acusados paradójicamente
de “rebelión militar”, por quienes habían provocado un sangriento golpe de
estado contra la legalidad democrática.

Los cinco miraron a los ojos del pelotón, aquel
islote se llenó de dignidad cuando a las cuatro de la tarde se escucho la orden
de fuego, un sonido atronador, olor a pólvora, todos cayeron fulminados al
suelo en un inmenso charco de sangre, Matías seguía vivo, respiraba y el tiro
de gracia le entró por un ojo ante Carmen, su madrastra, que presenció inmóvil el
fusilamiento vestida de negro.

El viento movía los cabellos ensangrentados de cada
uno de los asesinados, se hizo un silencio en medio de aquel antiguo volcán, una
energía solo comparada a la del sometimiento del antiguo pueblo indígena por
los invasores castellanos, Carmen colocó un pañuelo rojo en la cara de Matías,
fue una de sus últimas voluntades, una flor en el pecho de cada paisano. 

Aquel lunes se hizo noche antes de tiempo, la Semana Santa comenzaba en pocas horas,
los hombres inertes simbolizaban una ofrenda de luz y libertad, un nuevo
amanecer en los ojos brillantes, un último suspiro heroico, oxigeno de paz y
justicia, esperanza de quienes se fueron mirando al sol que salía, combatiendo
entre la violencia del polvo del desierto.

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Imagen del documental «La memoria interior, los fusilados de San Lorenzo»