2 octubre 2023

La estela fraterna de los héroes

Antonio
Troya bajó del barco en el Muelle de La Luz, respiro aquella brisa conocida de
su infancia después de tantos años de exilio en Francia, Venezuela y Argentina,
en la escalerilla un grupo de Guardias Civiles y de la Policía Armada pedían la
documentación a quienes ellos pensaban que tenían pinta sospechosa.

Cuando
llegó a la altura de los esbirros uno con tricornio, de bigote blanco y nariz
pronunciada lo agarró por el brazo y le solicitó el pasaporte, se lo entregó y
le pidió que lo acompañara al vehículo policial, la gente miraba asustada como
se lo llevaban esposado, ni siquiera le dejaron recoger su maleta, corría el
año 1968.

Toño
como lo llamaban en la resistencia a los nazis de la Francia ocupada, ya tenía
experiencia en interrogatorios policiales, muchas veces estuvo al borde de la
muerte durante su pertenencia a la heroica “La Nueve”, integrada por antiguos
milicianos republicanos, ninguneados después de la guerra, reconocida su labor
sesenta años después, condecorados como héroes nacionales fuera de las fronteras
españolas.


Lo
condujeron en el jeep de los grises hasta la comisaría de La Plaza de la Feria
y lo llevaron a un sótano, una celda muy pequeña con dos bancos y un foco de
luz blanca, cerraron de un portazo y lo dejaron solo durante dos horas.

Tuvo
tiempo de pensar en toda su trayectoria vital, desde que nació en los Llanos de
María Rivera en una familia de doce hermanos, su incorporación con 16 años a la
Juventud Comunista, los años de la represión después del golpe fascista del 36,
los miles de crímenes por cada una de las islas, las muertes de sus compañeros,
la persecución por los montes de Linagua y Tauro, hasta lograr escapar en un
barco de pesca hasta la costa sahariana, como poco después de salir de la amada
isla todo fue un laberinto que lo hizo volar a la velocidad de la luz de la
conciencia, donde todo fue una vorágine de acontecimientos, campos de
refugiados en Francia, la evasión con varios compañeros, la invasión por los
nazis de Polonia, la declaración de guerra de Inglaterra y los Estados Unidos,
la ocupación de Paris, de toda Francia por las fuerzas de Hitler el 29 de junio
de 1940, su incorporación a la resistencia, años de luchas implacables, donde
se vio rodeado de bombas, portando granadas en los bolsillos para corriendo
entre los cientos de tanques alemanes ir volándonos uno a uno, los gritos de
hombres ardiendo entre los disparos, las muertes, siempre las muertes de
camaradas de amigas, amigos, compañeros, de familias enteras que los acogían
cualquier noche de persecución, un exterminio generalizado por parte de un
ejército criminal, el fin de la guerra, los homenajes a medias, algunas,
escasas medallas para tanto sacrificio, los aplausos por las calles del París
liberado, los besos de las damas, los abrazos de los hombres de todas las
edades, el viaje a Venezuela, el encuentro con Luisa Barrios, la tinerfeña que
fue el amor de su vida, con la que tuvo tres hijos, hasta su muerte por fiebres
tifoideas. La huída a la Argentina cuando los militares comenzaron a perseguir
a toda persona implicada en la lucha por la libertad.

Un
periplo alucinante que parecía terminar en aquella celda lúgubre y fría, dos
horas que parecieron millones de años, se miraba las manos, por dentro y por
fuera, imaginó cuantos cuerpos habían tocado, cuanta gente amada que se quedó
en el camino, cuantos héroes y heroínas de la clase trabajadora que yacían bajo
tierra, enterrados en cunetas, fosas, simas volcánicas en Canarias, en Francia,
en cada territorio abonado para el combate hasta la victoria.

Escuchó
ruido de botas afuera en el pasillo, comentarios jocosos, olor a ron de Arucas,
a tabaco Mecánico Amarillo. Era ya muy entrada la madrugada, no pudo dormir, se
mantuvo sentado en el taburete, apoyado en la pared donde había manchas de
sangre y algunas inscripciones que no llegó a entender. La cerradura de la
puerta giró, la llave dio tres vueltas y entraron tres hombres, dos de la
Policía Armada y un hombre muy alto con un brazalete de Falange.

-Con
qué aquí tenemos al héroe canario de París. -Dijo el falangista con sus
medallas al valor en sus manos y una sonrisa irónica-

Nada
más terminar esa frase le propinó una patada a Toño en los testículos que lo dejo
tirado en el suelo frío de aquel recinto de tortura.

-Te
dedicaste a matar camaradas alemanes sucio rojo cabrón, es lo que hubieras
hecho en Canarias si los putos aliados hubieran decidido invadir nuestra
gloriosa España. –Le gritó mientras le daba una patada en la cara que le partió
el tabique nasal-

Toño
no decía nada, sabía que no debía hablar, solo notó que su cuerpo ya no era el mismo
de cuando era más joven, el que aguantaba los golpes, los balazos, la metralla
de las bombas, le dolía mucho más esta vez, un dolor intenso que le traspasaba
lo que podía ser el alma, quizá ese rincón de la mente preparado para el
sufrimiento ilimitado.

Uno
de los policías le pidió al falangista que moderara los golpes, que si lo
mataba no iban a poder sacarle toda la información requerida por el gobernador
civil, don Alberto Fernández Galar, le espetó que su excelencia quería saber a
que había venido este hijo de puta a nuestra patria.

El
falangista lo miró con ojos de odio.

-No
te das cuenta que este mierda no va hablar le hagamos lo que le hagamos.

Al instante y cuando Toño pareció recuperar el sentido, lo colgaron por los pies con
una cuerda de una argolla que había en el techo y le arrancaron la ropa y la
carne con los golpes cortantes de una vara de acebuche. Les molestaba el
silencio, que el hombre no dijera nada, que solo los mirara sin decir nada, que
incluso en algún momento se le escapara una sonrisa amenazadora.

Se
abrió la puerta y entro un militar de alto rango, le vio las estrellas de
coronel en la solapa, habló con los policías y el falangista en baja voz, Toño
no llegó a entender nada, pero al momento lo bajaron y entró un médico que le
auscultó el estómago, le tomó las pulsaciones y certificó su muerte.

Los
policías y el falange se miraron desconcertados mientras el militar daba las órdenes
pertinentes para que desaparecieran el cadáver esa misma noche.

La
maleta la desvalijaron, se repartieron entre los fascistas las dos medallas y una insignia, los
juguetes que traía para sus sobrinas, varias muñequitas pequeñas, un libro de
Jean Paul Sartre, un álbum de fotos de “La Nueve”, una pulsera de plata con una
inscripción en la parte interior:

“El
amor va más allá de los besos, galopa inalterable en la fragancia infinita de
los sueños”.

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