25 septiembre 2023

La fosa que habla en Pasito Blanco impregnada de heroica sangre catalana

Los sacaron a
los cinco por la delgada claridad del día camino de Pasito Blanco. La mañana de
la victoria en Plaza Catalunya aún respiraba en sus corazones cautivos, el
inmenso triunfo del Frente Popular, los vítores cuando entró Lluís Companys
entre flores y banderas. Los hombres de azul los golpeaban salvajemente desde
el campo de concentración isleño camino de la fosa junto a la playa, el terreno
de Juan Cabrera, donde cultivaba los tomates, el trocito de tierra que cuidaba
en los días libres de las tareas semi esclavas en las propiedades del Conde de
la Vega Grande.

Francesc,
Jordi, Ferran, Joan y Esteve fueron detenidos nada más estallar el golpe de
estado del 36, tres militares republicanos y dos empleados de Correos, comunistas
y anarquistas, reconocidos, muy valorados en sus años en las islas, enseguida
los fascistas los pusieron en las listas negras elaboradas antes del alzamiento
por falangistas, caciques y la Iglesia Católica como institución, lo que generó
que más de 5.000 personas fueran asesinadas en todo el archipiélago, gente que
fue fusilada, en su mayoría secuestrada de madrugada de sus casas, para ser
arrojados a pozos y simas, a cunetas tras el tiro en la nuca, tirados al mar
metidos en sacos atados de pies y manos.

Los cinco
catalanes se juntaron nada más llegar al campo de concentración de La Isleta,
eran muy apreciados por el resto de los detenidos, “gente buena”, decían los
presos, “luchadores por la libertad y los derechos de la clase obrera”,
comentaban a la hora del reparto de la putrefacta comida repleta de bichos y
alimentos en descomposición. La decisión fue rápida después de torturarlos
durante varias semanas, no podían permitir que unos cuadros reconocidos
siguieran en el recinto de la muerte, los sacaron de madrugada junto a dos
paisanos que acababan de llegar del centro de la isla, Jacinto Quevedo y
Ernesto Luján venían destrozados, habían pasado por las manos de los
falangistas Eufemiano y Betancor, que ordenaron a dos de sus empleados que los
golpearan con la pinga de buey durante horas, ni siquiera los bajaron del
camión, allí estaban sangrando, lanzando alaridos de dolor.

Los muchachos de Lleida, Figueres, Viella, Sabadell y Barcelona fueron sacados violentamente
de sus camas, atadas sus manos a la espalda con el doloroso hilo de pitera que
se clavaba en la carne. En el camión se encontraron a Jacinto y Ernesto
tumbados llorando en posición fetal, cuatro falangistas y un guardia civil
subieron para seguir pegándoles hasta ese destino desconocido.

El joven niño
de papá Betancor dio la orden: “Hoy tiramos directos pal sur, abajo nos espera
Pedro Bravo y Jacinto Beneito que han movilizado a los requetés para otra noche
de “fiesta”, dijo entre risas y tragos de ron de caña en la cabina del viejo
vehículo que olía a sacos de plátanos y estiércol.

El camión
llegó a Pasito Blanco casi amaneciendo tras dos horas de camino, no se
escuchaba casi nada por la empinada carretera de tierra, solo los cantos
asustados de los alcaravanes, algún conejo que se cruzaba deslumbrado, abajo el
sonido del mar y las pardelas, varios perros ladraban desde las humildes
aparcerías, seguramente por el olor a sangre que inundaba al paso de la
caravana de la muerte los terraplenes agrícolas, los llantos de los hombres, las
carcajadas de los criminales en los dos coches de Falange que iban detrás, caras
conocidas de la oligarquía isleña, el jefe de propaganda de la organización
fascista en Gran Canaria, varios miembros de familias de la oligarquía, “gente
rica, gente el diablo”, como les llamaban entre susurros las explotadas mujeres
de la aparcería, los señoritos de siempre, los que habían estado explotando al
pueblo canario durante tantos años, ahora enrabietados contra toda la gente que
luchó y defendió la legítima República, convertidos en asesinos psicópatas,
dispuestos a saciar sus desaforadas ansias de sangre.

El camión se
detuvo, sobre la marcha, inmediatamente fue rodeado por la comitiva que bajó de
los autos entre risas y tragos de ron, encendiendo en sus bocas el tabaco de
Virginio, varios guardias civiles del sur apuntaban con sus metralletas a los
siete hombres destruidos, ensangrentados, que eran obligados a culatazos,
puñetazos y patadas: “¡Baja cabrón! ¡Catalán de mierda! ¡Rojos asquerosos,
maricones!”. Todos quedaron tambaleándose, la fosa ya estaba abierta, varios
jornaleros habían trabajado casi toda la noche, un agujero de unos siete metros
de ancho, con una profundidad de unos tres metros, que olía fuertemente a ese
barro del sur, esa fragancia extraña, una mezcla de aulagas, flores muertas y
leche de tabaibas taladas.

Juan Cabrera
estaba también atado, se habían llevado a su mujer a un destino desconocido
junto a los dos niños esa misma noche, el sabía que no lo iban a matar, el hijo
del mayordomo de la marquesa le susurró al oído que se lo llevarían a Las
Palmas, de todas formas no se lo creía, temblaba de miedo, conocía a Joan de
las reuniones de la Federación Obrera, los dos se miraron un instante, el joven
catalán de apenas 22 años tenía los ojos hinchados y la cabeza fracturada por
los golpes.

En un
instante entre insultos y burlas los colocaron junto a la fosa: “Señores prácticas
de tiro”, dijo el jefe de Falange de Telde, “tiren a dar”, gritó mientras bromeaba
con Eufemiano sobre uno de los reos que se había cagado encima.

El ruido fue
atronador, una descarga brutal que se escuchó en todo el desolado sur, parecía
una especie de trueno que no tenía fin, luego el silencio, el inmenso silencio
que siempre viene después de un fusilamiento, pararon hasta las risas por un
instante, todos miraban impresionados aquellos cuerpos rotos en el suelo, unos
gemidos, unas palabras de Francesc antes del tiro de gracia: “Visca la
República! Amunt les destrals!

El requeté
José Araña fue como una fiera y le vació el cargador de su pistola en la cabeza,
los últimos disparos casi a las ocho de la mañana, luego entre todos los
tiraron a la fosa, quedaron amontonados, los jornaleros comenzaron a
enterrarlos, la tierra se impregnaba de aquella sangre joven hasta taparlos por
completo.

Un eco siniestro
se escuchaba en las montañas de la cumbre, los acantilados de Mogán temblaban
con el viento, acunados por un fragor eterno, brumosos aquella mañana de
octubre, el mar no dejaba de gritar embravecido de espuma.

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Militantes de partidos de izquierda se manifiestan en las calles de Barcelona
 en 1936 contra el golpe de Franco contra la II República española.