5 junio 2023

La guarida de las heridas abiertas

Habían depositado en el mar los cuerpos de Ramón
Sanabria y Jorge Alberto Mederos, se hundieron rápido, eran dos más de los doce
muertos, los que no aguantaron el hambre y la sed perdidos en aquel insondable
océano entre Tenerife y la costa africana, la que eran incapaces de encontrar
en la inmensidad, la quietud de aquel jueves de septiembre del 36, mientras las
ballenas rorcuales avanzaban hacia un lugar desconocido, quizá el continente
americano, el sur del continente negro, donde los gigantescos tiburones blancos
perseguían a las focas monje, como ellos mismos fueron perseguidos desde que
estalló el golpe de estado el 18 de julio, cuando todas las fieras criminales
se unieron para asesinar a quienes luchaban por un mundo mejor.

Solo quedaron en la pequeña embarcación Elvira
Rodríguez, Manuel Fonte, Anastasio Cubillo y Azarías Santana, los restos de
aquella expedición de la esperanza que partió desde Taganana en el barquillo
atunero aquella madrugada, en la oscuridad repleta de estrellas, mientras en el
húmedo bosque de Anaga se escuchaban las partidas de falangistas, los ladridos
de los perros, las arengas de los jefes fascistas al numeroso grupo de hombres
ansiosos de más sangre, de más mujeres para violar, de más cuerpos para
torturar hasta la muerte.

La corriente les llevaba, parecía que no avanzaban,
pero cuando amanecían los cuatro abrazados para protegerse de la gélida temperatura
oyeron el canto de los pájaros, el pobre “Tacho”, como le llamaban, se elevó y
vio la inmensa playa a varios cientos de metros, todos remaron con las manos
hacia el desierto del Sahara, a pocos metros de llegar vieron los lobos marinos
tumbados al sol, no se inmutaron, solo los miraron como quien ve un espejismo,
algo irreal en la inmensa tranquilidad de un paraje inhabitado, donde los seres
humanos no existían, solo la magia, la sal, el naufragio de la inocencia.

Se bajaron antes, abandonaron la barcaza casi
destrozada después de un mes y medios en alta mar, desnutridos, secos de sed,
caminaron con el agua a la cintura, Azarías tomó en brazos a Elvira que estaba
semiinconsciente, deshidratada, llegaron y se tumbaron en la arena limpia y casi
blanca, olía a hierba fresca y no se veía vegetación, algo así como las fincas
de tomates de Guimar entre el maipez volcánico, durmieron bajo el sol mañanero,
como si ya se hubieran librado de la muerte segura, de la tortura, de los
abusos de aquella banda de asesinos que habían quedado al otro lado del mar, en
la amada tierra isleña, la que jamás volverían a pisar.

Despertaron, no sabían la hora, solo que el sol
estaba ya casi a punto de ser devorado por el horizonte, decidieron andar hacia
el interior, varias horas después, lejos ya del mar, vieron luces, una hoguera
y varias jaimas alrededor, se acercaron y les recibieron varias niñas con agua y
leche en cantaros de barro, Manuel les preguntó en francés quienes eran, una
mujer de manos pintadas con dibujos laberínticos de henna le respondió que eran
el pueblo saharaui, que estaban alzados contra los abusos de España y Francia,
que sus ejércitos asesinaban a su gente, se llevaban a las niñas, violaban a
sus mujeres, mataban a sus hombres.

En un instante estaban bajo aquella inmensa lona
blanca tomando té mientras les preparaban un couscous de carne y especias, los
acogieron como hermanos del otro lado del infinito lago salado, la guarida de
las heridas abiertas en la encrucijada de los sueños.

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