8 junio 2023

La huída de Carla y Martinita

Carla
Ramírez subía a toda prisa el barranco de Guayadeque a la altura de Cuevas
Muchas. Avanzaba rápido, mojada y llena de barro con su niña en brazos bajo la
lluvia, la bebita de solo once meses se aferraba al pecho de su madre, al
escaso calor, al sudor del miedo. En el pequeño bolso una foto enmarcada de
Pedro Morales, su joven marido asesinado, arrojado a la Sima de Jinámar por los
fascistas el día anterior.

Esa
misma noche decidió salir de su casa y escapar antes de que también se la
llevaran, que su niña acabara vendida por la Iglesia Católica a cualquier
familia de Falange, que como a otras mujeres republicanas las tuvieran varios
meses retenida para satisfacer los deseos sexuales de cualquier asqueroso criminal
sedicioso, encerrada en alguna de las mansiones de los terratenientes ingleses del
sur de Gran Canaria y del Conde de la Vega, hasta el momento en que decidieran
asesinarla, arrojarla al mar dentro de un saco atada de pies y manos, tirada en
un pozo, en algún agujero volcánico.

La
muchacha de solo 22 años seguía escalando, no era normal aquella lluvia en
pleno mes de agosto del 36, el liquido elemento recorría su columna vertebral,
le congelaba el alma subiendo la inmensa cuesta hacia la Caldera de los
Marteles, la niña no lloraba, Martinita se mantenía firme, parecía comprenderlo
todo, que aquella huída desesperada era la única salida posible hacia lo
desconocido, caminando sin parar, subiendo hacia el frío tétrico de la noche más
oscura de su vida.

Se
paró unos minutos a descansar en una repisa de la montaña y más abajo se
escuchaban gritos, voces de hombres que interrogaban a los vecinos sobre si la
habían visto pasar, nadie decía nada aunque la hubieran visto, varios furgones
y coches subían, las luces parecían luciérnagas terribles en medio del barranco
sagrado, aquel que los antiguos canarios utilizaron para momificar y enterrar a
sus muertos. En ese momento supo que la perseguían, que si hubiera salido de su
casa media hora más tarde ya la hubieran detenido, que ya le habría quitado a
su niña para siempre.

La
pobre Carla aceleró el paso, sus piernas, sus muslos desnudos por rompersele el
vestido negro, resentidas por el enorme esfuerzo, repletas de cicatrices sangrantes
por los numerosos cortes de las zarzas, las varias caídas que ya había tenido
siempre tratando de evitar que Martina se hiciera daño. Aceleró y según lo hacía
cada vez parecía más lejano el bullicio, eligió una de las rutas de subida, había
varias, tenía la esperanza de que los expertos falangistas y guardias civiles
conocedores de la zona no subieran por donde subieron ellas, que les perdieran
el rastro para poder desaparecer en la cumbre entre los pinares más tupidos.

Llegó
un momento en que no sabía donde estaba, la cuesta era mucho menos empinada, el
viento le azotaba la piel y le enredaba su hermoso pelo rubio ahora sucio y
mojado, la niña seguía calladita, agarrada, aferrada a su pecho, no se dormía,
estaba expectante, consciente en su inocencia de que algo terrible sucedía
mientras el sol salía rojo desde el mar, comenzaba el amanecer y contemplaron
el inmenso bosque de alta montaña, la frondosidad infinita inmersa en el mágico
mar de nubes, Martinita se relajó, dijo algo parecido a “Teta mama”, pegándose
al rojo pezón con un hambre ancestral, sacando el cálido sustento, que parecía
llenarle las venas de placer y energía, un fruto de amor que inundó su sangre de
esperanza.

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 Mujeres y hombres con sus bebés huyendo de los asesinos franquistas,  
fotografía tomada en un punto muy cercano a las afueras norte de Cerro Muriano ,
proximidades de la vía ferrea  (Cordoba-Amorchón), septiembre del 36.