5 diciembre 2023

La inexplicable levedad de la noche

Eloisa
Vera y Carmita Mendoza, hacían todos los días la misma ruta desde
Tenoya a Los Giles, para trabajar de sol a sol en los tomateros de
los Betancores, a las cinco de la mañana todo estaba oscuro y a la
altura de la finca de Las Maquinas oyeron gritos de hombres, el
silbido de la pinga de buey en el aire, el cuerpo se les congeló de
repente, eran voces jóvenes que rogaban por Dios que nos les pegaran
más, que por favor los mataran para dejar de sufrir.

Estremecidas
trataron de irse cuanto antes de esa zona del horror, pero tuvieron
que parar porque por el camino de tierra venían muchos falangistas y
guardias civiles, era muy peligroso, sabían de sus tres compañeras
de Casa Ayala que habían sido violadas varios meses antes, así que
decidieron esconderse bajo una choza de cañas amontonadas.

Desde
allí en el fondo del barranco vieron a cinco jóvenes de San
Lorenzo, Tamaraceite y el Dragonal Bajo, los conocían de la
Federación Obrera, eran Carlos Vega, Natalio Cabrera, Manuel Dieppa,
Agustín Angulo y Antonio Mayoral, habían venido muchas veces a la
hacienda, siempre traían algo bueno, consejos, asesoramiento para
evitar las condiciones laborales de semi esclavitud, el derecho de
pernada económico, los abusos sexuales de los brutales encargados.
Siempre dispuestos a ayudar en todo, chicos muy jóvenes, de no más
de 25 años, que les aportaban tranquilidad y alivio ante tantas
horas de durísimos trabajos.

Allí
estaban los cinco arrodillados a la fuerza, con las manos atadas a la
espalda, mientras recibían los latigazos con la pinga de buey de
varios de los encargados de los Betancores, entre ellos el conocido
como “Verdugo de Tenoya”, les daban muy fuerte, los muchachos
gritaban de dolor y al lado de la choza de madera el cacique
Ezequiel Betancor junto a varios jóvenes de la oligarquía, entre
ellos, Francisco Bravo, Pelayo Benítez de Lugo, Ernesto Bento y el
jefe falangista Manolo Roldós, encargado esa noche de las
interminables sesiones de tortura que habían comenzado varias horas
antes en el cuartelillo de Tamaraceite.

Eloisa
y Carmita estaban desaladas, lloraban en silencio viendo los niveles
de maldad de aquellos asesinos, el sadismo ilimitado sobre unos
hombres que lo único que habían hecho es ejercer como
sindicalistas, defender los derechos de un colectivo de mujeres
explotadas, masacradas por el caciquismo ancestral de aquellas islas
desafortunadas.

No
podían marcharse, por el camino venían ahora camiones repletos de
hombres detenidos por los falanges, los vehículos de los Betancores
cedidos a los sediciosos para facilitarles el genocidio:

-Hijos
de puta porque no nos sueltan y dejan los látigos, no tienen cojones
de pelear contra nosotros aunque estemos destrozados- dijo llorando
Manuel Dieppa, mientras comenzaban a golpearlo con las culatas de los
máuser en la cabeza.

El
chico se quedó inmóvil en el suelo después de sufrir violentas
convulsiones durante unos segundos, el resto se quedaron agachados,
con la cara pegada a la tierra volcánica, tal como quería el jefe
Roldós que brindaba con ron de caña junto el resto de caciques por
la Santa Cruzada, medios borrachos no paraban de reír a carcajadas y
hacían bromas sobre la identidad sexual de los torturados:

-Siempre
los rojos fueron maricones, por eso nos follamos a sus mujeres
quieran o no, no hay machos como quienes defendemos a esta España
grande y libre- arengó con voz ronca el hijo de la Marquesa.

El
fascista Ernesto Bento sacó la pistola Astra y tambaleándose
comenzó a disparar a los muchachos, fallaba por la borrachera y les
disparaba en las orejas, los hombros, los ojos, hasta vaciar el
cargador en las cabezas de quienes esperaban ansiosos la dulce
muerte.

Las
mujeres abrazadas fuertemente no podían separarse y el miedo les
penetraba el alma, salieron del escondite, ya el camino estaba libre de peligros, solo el viento frío que venía del mar, avanzaron hacia la
jornada de trabajo, tristes, llorosas, ya no había quien las
defendiera.

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Foto de Gerda Taro

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