5 junio 2023

La triste mirada del Pilcomayo

Después de casi veinte días en las tierras de los
Wichis, allá en el cauce del inmenso Pilcomayo nada podía ser nuevo, solo la
urbe temible podría sepultar nuestros sueños entre hogueras nocturnas, los
interminables cuentos de los ancianos, el del conejo que nunca moría aunque lo
atravesaran con las flechas envenenadas, el viejo cóndor que cuando se decidió a
morir se salió de la atmosfera para desintegrarse en el infinito.

Cuando ya nos íbamos se acercó el anciano a la
ventanilla, el que caminaba cada día 30 km hasta la vieja villa junto a la
hacienda, allí vendía la artesanía por un par de pesos, trabajo de días enteros
sobre la dura madera de los árboles caídos entre los muslos morenos repletos de
rozaduras y cicatrices eternas, dándole forma a las figuras de los guerreros ancestrales,
altivos, cinta en el pelo, con redes y peces colgados en la cintura. El viejito
vino, yo estaba sentado detrás en el jeep: “Señor, señor, dígale al mundo lo
que estamos sufriendo, que sepan que las madereras destruyen el bosque eterno
de nuestros antepasados”. Solo pude mirarle con lágrimas en los ojos, ganas de
quedarme, de bajar del puto coche, lanzarme al fragor, donde la Iglesia
Evangélica hacía la nefasta labor de aculturización, los criollos traían los
botellines de alcohol puro que vendían por unos pocos centavos en las chabolas
de madera habilitadas como inmundos bares. Los mismos cabrones que se llevaban
a las niñas indígenas mintiendo a sus madres, falsas promesas de prosperidad,
que no eran sino excusas para explotarlas en el vil negocio de la prostitución.

Avanzamos lentos por la carretera de tierra entre la selva,
miré hacia atrás y lo vi parado, como esperando una señal, solo acerté a sacar
el brazo por la ventana, cerrar el puño mientras lloraba, sin poder frenar una
tristeza extraña, un mal sabor en la boca, que hasta ahora no he vuelto a
sentir.

Me acordé del muchacho, el pibe que se llevaron los
pastores evangélicos por el avance del dengue en su frágil cuerpo, como lo
trajeron del hospital de Jujuy ya muerto, hasta que Carlos Costa, el médico
amigo de Tucumán auscultó su cuerpo, estaba vacío, no tenía retinas, ni
riñones, ni hígado, ni pulmones, ni esófago, solo un centenar de cicatrices en
aquel cuerpecito de menos de 1,50, masacrado por los traficantes de órganos.

Llegamos a Salta, era casi de noche, nos metimos en
el buffet chino, casi lo vaciamos, devoramos, demasiada hambre, el hambre que
pasan los pueblos indígenas a los que les roban sus tierras, condenándolos a la
miseria y al empobrecimiento extremo. 
Charlamos, nos fuimos al rato al rincón de la música
salteña, gente tocaba en vivo, guitarras, tambores, flautas de caña, música de
León Gieco, de Víctor Heredia, de Antonio Tarragó Ros. Un espacio de vino, de
charlas con la imagen del Che al fondo de la estancia, la inminente huelga
educativa, la dolarización de la economía, el inminente corralito, los
gobernantes corruptos de una Argentina destruida por la mafia experta en
destruir el futuro de los pueblos.

No sé, quizá el recuerdo del viejo Julián no me dejó
disfrutar, la imagen de las hogueras nocturnas, la basura rodeando la
comunidad, el olor a humo, las bolsas de plástico revoloteando como aves
volando muertas. Mi vida cambió después de esa partida, jamás he podido olvidar
lo que sentí, luego salimos ya de madrugada, nevaba en el agosto austral, fuera
caminamos sintiendo un frio que congelaba el alma.

Alguien me tiró de viejo pantalón de montaña junto a la vieja estación
de los ómnibus, una mano chiquitita casi congelada, una mirada de miedo
acurrucada sobre unos cartones en la acera: “Señor, señor, una moneda”. El
chiquillo de la calle mestizo, desnutrido como aquella Argentina que tanto amo,
rogando el favor de quienes salíamos del local de la música rebelde. En sus
ojos percibí como un torbellino en pocos segundos la conquista de América, la misma masacre que
hicieron en mi tierra canaria, las cruces y espadas de la corona de Castilla
asesinando, degollando, quemando las poblaciones, violando a las mujeres. Le di
lo que llevaba encima, era poco, la nebulosa del tiempo se ha encargado de
grabar para siempre en mi conciencia la cara de aquel chiquillo, no supe ni su
nombre, nunca lo olvidaré, habita en cada letra que construyo desde el corazón, la resistencia cotidiana que alumbra mi esperanza.

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