Cuando el «nazi» brigadista del amanecer vestido de azul le abrió la cabeza al chiquillo, golpeándolo salvajemente contra la pared, los gritos de su madre recorrieron la oscuridad de aquel pequeño pueblo de Tamaraceite. Los alaridos y llantos de una mujer destrozada se metieron en los oídos de las mentes cobardes, las que se escondieron o se vistieron de falangistas para demostrar su respaldo al criminal golpe de estado.
Mi tío Braulio casi tenía 4 meses ese fatídico día de diciembre de 1936. Nació una noche de septiembre, entre el canto de los grillos y los alcaravanes. Fue arropado por sus tres hermanos, su padre y una madre amorosa, con manos encallecidas y rudas pero repletas de ternura. Su paso por la vida fue breve, sus ojos brillantes contemplaron la inmensa pobreza de su familia, el hambre, la miseria, las salidas de su padre a cualquier hora a las reuniones del Frente Popular. Algo pasaba, algo negro, siniestro, con sabor a sangre, rondaba cada rincón oscuro de aquel pequeño pago del municipio de San Lorenzo, en la colonial isla de Gran Canaria.
El chiquillo nunca supo en su inocencia el peligro que se avecinaba como el viento frío de los muertos. Chillaba alegre, lloraba, observaba detalladamente el destrozado techo de cañas y barro de la humilde casita, jugaba a su manera, se entretenía mamando la leche sana y cálida de su madre, mirando con ojos burlones a sus descalzos y desharrapados hermanos, Lorenzo, Paco y Diego, que contentos le hacían carantoñas. No llegó a saber jamás lo que se tramaba a pocos kilómetros, desde las casas de los terratenientes y las iglesias de los curas fascistas. Los asesinos, se reunían al anochecer y después de la misa diaria ,se encontraban en la tienda de Manolito. Con el sabor de la hostia todavía en sus paladares, diseñaban las listas de los miles de crímenes atroces que cometerían meses después.
Luego solo quedó el silencio, una madre que nunca recuperó la alegría, unos hijos marcados para siempre al ver como asesinaban delante de sus narices a su propio hermano, la muerte de su padre fusilado un año después por defender la democracia, la libertad y la República.
El entierro del bebé se hizo casi en la clandestinidad, el párroco se negó a oficiar una misa. Todo quedó en familia, algunos amigos de su padre, los pocos que no habían sido detenidos, caminaron con el humilde ataúd, una cajita de madera, la que usaban para embalar los tomates, atada con cuerdas y dentro el cuerpecito dormido, vestido de blanco, camino del cementerio de San Lorenzo, donde esperaba el viejo sepulturero, que ya tenía la pequeña tumba abierta en un rincón remoto del diminuto campo santo.
Depositaron el cadáver con suavidad sobre la tierra, no hizo falta mucho para taparlo del todo. Lola lloraba, su hermana Rosa la abrazaba, sabía lo que sentía, lo que había visto en el momento en que el falangista lo sacó de la cuna, cuando lo golpeó. Era como una serie de recuerdos terribles que se repetían, que golpeaban su alma con un dolor indescriptible.
Un entierro extraño, sin acto religioso, sin feligreses del pueblo, sin mujeres vestidas de negro, algunos momentos de silencio atronador solo interrumpido por los gemidos de sus hermanos, los llantos de la madre o el canto de los pájaros que inundaban aquel espacio de tristeza.
Luego el regreso; Lola que no quería dejarlo allí, que lo amaba demasiado, que no concebía que se pudiera quedar en aquella tierra embarrada -Solito -decía, -¿Quien lo va a cuidar si me voy?
Tuvieron casi que arrastrarla, llevársela de allí, para caminar los varios kilómetros hasta Tamaraceite, recorrer el camino viejo, donde solían a pasear, Pancho, ella, los chiquillos y el perrito al que dispararon los fascistas cuando irrumpieron en la humilde vivienda, asesinándolo también.
A los pocos días no quedaba nada de Braulio, solos sus humildes prendas en el ropero. La Parroquia se negó a certificar su muerte. Solo quedó aquel trocito de tierra sin cruces, sin tumba, solo el barro de la ausencia.
No puedo creerlo, todavía estoy llorando, he oído miles de historias así de tristes, así de invisibles, y mientras seguimos permitiendo el despiporre de estos señores, votándolos, creo que ya no somos seres humanos somos un producto del mercado, somos los mediatizados, endeudados, consumidores… peones de un tablero donde unos pocos imponen sus normas, solo con una red social real de amistad y confianza saldremos de esta ignominia….
hola. He leido tu relato en el face por medio de 22M y me ha conmovido,a pesar de ser una triste historia tantas veces repetidas desgraciadamente, con otro escenario,con otros protagonistas. Me has arrancado lágrimas. Sigue escribiendo así. Con tu permiso voy a agregarte.
Muchas gracias Merco y osane, un verdadero placer compartir con ustedes esta lucha por la dignidad y la justicia. Debemos seguir difundiendo la esperanza de que esto se puede cambiar, enfrentarnos a tanta barbarie, a una gentuza que nos conduce al abismo robándonos todo, dejándonos sin nada. La lucha sigue y es hasta la victoria. Un abrazo a las dos.