24 septiembre 2023

La parte más sentimental del alma

Junto
al Pilar de Tamaraceite, la fuente de agua donde todo el pueblo recogía el
liquido elemento, el niño Ponce se lavó la cara, trataba de refrescarse después
de la dura caminata desde el campo de concentración de La Isleta, allí había
visto a su padre tras las alambradas, lleno de piojos y desnutrido, con el
cuerpo repleto de magulladuras y golpes por las constantes torturas de los
militares y falangistas.

El
chiquillo bajaba de madrugada todos los jueves con su madre Luisa Medina y su
hermana Rosita recién nacida, el largo camino olía a hojas secas de platanera,
a tierra revuelta y mojada, sabían lo duro que era ver al pobre Juan Travieso,
la cabeza de una familia destrozada, con el incierto futuro de ser desaparecido
en cualquier momento, asesinado por su militancia comunista en cualquier rincón
de la isla redonda.

Poncito,
como le llamaban los vecinos, entró a la casa, abrió el roperillo y dentro había
un trozo de pan duro, cuatro dátiles y un vaso de gofio, su madre se había
quedado retenida por los falangistas en El Puente, a el lo dejaron marchar. Los
grupos de nazis a la española siempre hacían lo mismo, molestaban a las mujeres
de los presos, de los fusilados. Las acosaban pidiéndoles favores sexuales,
tipos conocidos de toda la vida, que hasta hacía unos meses les saludaban por
la calle, en su mayoría borrachos porque desde muy temprano bebían gratis en
todas las tiendas de aceite y vinagre, podían entrar en cualquier casa,
registrarla, humillar a las familias, detener a cualquier persona, llevarla
donde quisieran con permiso para matar.

El
niño se sentó en la mesita de la vieja cocina junto al fogón y el hornillo de
petróleo, saboreó el pan duro, un solo dátil para dejarle el resto a su madre,
la barriga le daba retortijones como cada mediodía, el hambre evidente, ese que
se incrusta en la conciencia, la tristeza de no tener nada, de haberlo perdido
todo desde que se llevaron a Juan, a su amado padre aquella noche, la madrugada
de agosto del 36 cuando entraron los de la “Brigada” arrasando por todo, hasta
por la cabra majorera que se llevaron, las cuatro gallinas, los pocos huevos de
la despensa, el saco de papas.

Al
rato entró su madre tratando de disimular el corte que llevaba en la cabeza, la
sangre dejaba gotitas tras su paso y el niño corrió a abrazarla, la mujer
lloraba, la habían golpeado entre varios de los falangistas por negarse a sus imposiciones,
los dos se acostaron en el camastro de matrimonio, el niño limpió su herida con
el paño húmedo, se abrazaron en la soledad mirando al techo de caña y barro, pasaron
varias horas, se durmieron, despertaron casi cuando comenzaba a llegar la
noche, casi no hablaban porque no era necesario, bastaba con acariciarse para
conocer la infinita rutina de los sueños.

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