8 junio 2023

La risa petrificada

Ros Mari Morales, dejó al
bebé sobre el mullido colchón de paja, el chiquitín sonreía con la pancita
llena de leche materna, calentito, inconsciente de todo lo que sucedía. Chusi,
el perro ratonero, miraba triste como “la brigada” se iba a llevar a su amada
dueña, la abuela Ramona Ascanio no entendía la arbitraria detención. 

Le
amarraron las manos a la espalda, mientras Eufemiano Fuentes le rompía el
camisón para chuparle las tetas.

Emiliano Bonny y Don Juan,
el cura de Telde, pistola al cinto, se carcajeaban del impulso lubrico del
empresario tabaquero, José Miguel Bravo de Laguna apuraba la botella de ron de
caña y el cigarro de Virginio, en el camión aparcado junto al viejo camino de
tierra de Las Meleguinas iban cinco hombre s y dos mujeres, arrodillados con
las caras ensangrentadas de los golpes propinados por el grupo de falangistas
más jóvenes, casi niños, uniformados de azul y correajes.

– Dejen que me lleve a mi
niño por favor –dijo la mujer tratando de librarse de las mordidas y lametones del
fascista en sus pechos-

En menos de un segundo el
teniente Barber le dio un culatazo en la nuca que la derribó al suelo.

– Muy bien oficial, buen
golpe, dormidas se folla uno mejor a estas hijas de puta, rojas de mierda,
  asquerosas –dijo el jefe requeté Benítez de
Lugo, hermano de la marquesa de la ciudad norteña de las piedras de cantería.

La anciana abuela Ramona
lloraba, aullaba de terror, el bebé se despertó del placido sueño y miraba con
los ojos muy abiertos todo el bullicio, hombres con armas en la mano, golpes,
gritos, muebles volando por encima de su cunita de madera.

Se llevaban a Ros Mari, dos
guardias la levantaron en volandas, dejando un reguero de sangre que salía de
la parte posterior de su cabeza, una raja de más de cinco centímetros por la
que brotaba el liquido rojo, de sus pechos desnudos salía leche que se mezclaba
con el barro, la hierba y las piedras del camino hacia Las Palmas.

José Juan Samsó golpeó
también a la anciana en el cuello con la pistola, la desgraciada mujer se quedó
de rodillas en el patio bajo la higuera, no podía hacer nada, imposible evitar
que se llevaran para siempre a su nieta, aquella niña especial que desde muy
pequeña hablaba de justicia, de respeto por todos los seres, desde que empezó a
estudiar en la escuelita de la maestra Juanita Tejera, asesinada semanas antes
en el primer pozo del barranco de Guayadeque, arrojada viva por Peter Yeoward y
sus compañeros de centuria falangista. El cacique inglés era experto en torturar
y violar mujeres hasta la muerte, en este caso prefirió dejarla vivir hasta el
último momento de lanzarla al abismo.

Jamás le perdonaría que
diera clases sin cobrar a los hijos de los obreros de Aguimes e Ingenio, varios
de Temisas, que les hablara de un futuro mundo liberado, de fraternidad,
igualdad y solidaridad. Por todo eso y más planificó su sacrificio meses antes
del golpe de estado, lo compartió con sus amigos de la oligarquía en las
fiestas elitistas de la casa del Conde de la Vega en Tirajana, siempre entre
las risas alcoholizadas de lo más sucio y podrido de la llamada “alta sociedad”
isleña.

La pobre Ros Mari
recuperó la conciencia en el camión, estaba atada de pies y mano, no podía
moverse, solo tuvo tiempo de gritar a su abuela que cuidara de Pedrito, que le
pidiera leche de cabra a Cho Juan el de La Calzada, que si lloraba de noche lo
acurrucara en la cama, que así se dormiría prontito.

La caravana de la muerte
partió, Ramona se quedó mirando cómo se perdía carretera abajo, dejando atrás
el humo del oloroso combustible, el polvo insoportable, un indescifrable olor a
sangre y flores. Se acercó al lecho del bebé, movía sus manitas, los ojos le
brillaban, esbozaba una leve sonrisa cuando vio el pelo despeinado de su abuelita,
la cara de asombro y miedo, el silencio inundó el aislado pago mientras los
alcaravanes cantaban la salida de la luna llena.

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