10 junio 2023

La ruta de la caricia

El aire frio del amanecer en los Tilos de Moya
servía para refrescar la vieja casita de piedra. La misma que habitaron los
hombres y mujeres que vinieron del norte de África. Era imposible no mirar la
subida de la niebla desde el mar, el paisaje legendario de la ausencia de
María, de Juan, de Pedro, de Abundio, de Ignacio, de todos los que fueron
asesinados en menos de dos meses por los fascistas. La piel erizada, las
lágrimas heladas en los ojos de la joven Teresa, un sueño terrible del que era
imposible despertarse.

A ella no la detuvieron, solo pasaron por su casa la
madrugada que se llevaron a su novio Ignacio, pararon un momento el camión en
la puerta, bajaron dos falangistas y silbaron para que María se despertara, no
dijeron nada, solo querían que viera como se los llevaban a todos, el camión
lleno directo para los pozos de Arucas y Tenoya, terminando casi al amanecer en
la Sima de Jinámar donde ya todos habrían muerto.

La muchacha miró trémula, con un hueco terrible en
sus entrañas, como quien pierde en menos de un minuto treinta años de vida,
Ignacio estaba quieto, con las manos atadas a la espalda y una enorme cicatriz
en la cabeza por la que manaba mucha sangre. El sargento de la Guardia Civil,
un tal Antonio Calatrava, hizo un comentario sobre la belleza de María, sobre sus
pechos, sobre volver y follársela después de dar muerte al grupo de activistas
de la izquierda, todos vecinos del norte de la isla de Gran Canaria.

Desde el día siguiente a la muerte de Ignacio salía
cada tarde al camino verde Teresa, un sendero rodeado de árboles de laurisilva,
por donde paseaban por las tardes tomados de la mano, el hueco entre las
enredaderas donde se sentaban, charlaban y se amaban entre la eterna humedad
del bosque mágico. Se iba sola siempre a la misma hora, recorría los mismos
espacios comunes, como una especie de vía crucis de recuerdos indefinibles, la
forma de tenerlo con ella, aunque no supiera donde estaba su cuerpo, donde lo
habían asesinado aquellos indeseables, el hijo de la marquesa, varios niños
ricos de los terratenientes agrícolas, el jefe de Falange de Arucas, un número
indeterminado de personajes con las manos manchadas de sangre, de sangre noble
de quienes solo defendían la legalidad constitucional.

Ella trataba de mantener esa ternura que inundaba
cada día su alma, se aferraba a pesar de los consejos de su abuela Rosarito,
que le decía que tenía que olvidar, que perdonar a quienes habían matado al
amor de su vida. Ella se rebelaba, no iba a misa, no admitía presiones de nadie,
solo caminaba y caminaba cada tarde, recorría el mismo camino, el espacio del
amor, el lugar de los sueños e ilusiones perdido, mientras pasaron los años
como dardos impregnados de salitre envenenado, de recuerdos imposibles de
borrar, de esos amores que nunca mueren, que navegan en la sangre de nuestra
conciencia.

La pobre Teresa había suspendido sus paseos por
problemas en las rodillas tres años antes de su muerte por problemas en las
piernas, con casi noventa años le pidió a su nieta, socia de un grupo
ecologista de Firgas, un pueblo vecino, que plantara un tilo junto al lecho de
amor, que lo hiciera en homenaje a su Ignacio, a todos, a los miles que fueron
asesinados en cada rincón de aquella tierra castigada por el genocidio y el
odio.

El árbol sigue allí, es uno de los muchos que se
humedecen por el mar de nubes que generan los vientos alisios, sus raíces son
muy profundas, sigue creciendo como símbolo de un amor invencible.

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