1 octubre 2023

La santa unción de los crímenes de D. Juan

El cura de Telde sacó la pistola del cinto para dar
el tiro de gracia a los cinco hombres, el más joven, casi un niño, se retorcía
de dolor en el suelo volcánico. D. Juan se subió la sotana para agacharse y
hacerle la seña de la cruz en la frente – Por esta santa unión y por su
bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu santo, -dijo-
mientras con la otra mano cargaba el arma para dispararle en la nuca.

Aquel joven párroco había estado con Eufemiano varias
noches de agosto del 36 en la Sima de Jinámar, en la Mar Fea, en los pozos de
Arucas y Tenoya, acompañando a las “Brigadas del amanecer” en su miles de
asesinatos. Se mantenía siempre en segundo plano con un crucifijo en la mano, bendecía
rezando en baja voz, un susurro que llegaba a los oídos de los que iban a ser
arrojados al vacío, simplemente por pensar diferente, por defender la
democracia, la legalidad republicana.

Le gustaba al sacerdote salir a media noche, reunirse en
la sede falangista de la calle Albareda del Puerto de la Luz, donde organizaban
los grupos y revisaban las listas negras con las direcciones de las personas
que esa noche serían ejecutadas. Bonny siempre lo miraba sonriendo, le gustaba
que un sacerdote alumbrara la noche de la sangre, los hijos del Conde y la
Marquesa lo invitaban a un trago de ron de caña antes de salir hacia el norte o
el sur de la isla, los viejos camiones no paraban, su ruido inundaba las
humildes viviendas de La Isleta, su gente atemorizada casi no respiraba para
evitar que estos genocidas se acercaran a sus puertas.

El Teniente Lázaro bromeaba con el capellán cuando
en la casa de algunos de los detenidos había mujeres –¿Nos las follamos padre?
Los conejos rojos son los mejores, -decía entre carcajadas- D. Juan callaba con
una media sonrisa en sus finos labios, absorto miraba las violaciones múltiples
desde fuera de los habitáculos, como mucho se asomaba por las ventanas, no se
inmutaba ante los gritos de las mujeres, algunas niñas, menores de 10 diez años,
que sufrían los abusos sexuales de la soldadesca fascista, junto a guardias
civiles, requetés y civiles, que hacían cola para entrar uno a uno donde las
tenían retenidas, en muchos casos atadas a la parte posterior de las cabeceras
de las camas.

Al clérigo ya no le temblaba la mano en las
ejecuciones, su función de tirador de gracia parecía gustarle, asistía a los
concejos de guerra, visitaba a los reos poco antes de ser fusilados para
ofrecerles confesión, acompañamiento en los instantes finales, su pistola
destacaba en su delgada cintura, siempre por fuera de la sotana sucia, manchada
de huevos fritos y aceite de pescado. Su mirada parecía escrutar a los hombres
detenidos, no se inmutaba ante los gritos y llantos de dolor, ofrecía
misericordia mientras apadrinaba el crimen.

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Cura condecorado por el régimen franquista