La
joven Adassa no entendía nada de aquella extraña lengua, los
hombres parecían ladrar cuando emitían alguna palabra, solo veía a
sus hermanos muertos en el poblado de Tufia en Tamarán, cerquita del
mar, lo que hasta hacía unos instantes era un lugar de armonía y
respeto por los ancestros, ahora se había convertido en un espacio
para la sangre y la muerte, cuerpos esparcidos de niños, mayores,
ancianos, hasta los perros yacían inertes, mientras los demonios de
hierro apartaban a las mujeres, a la niñas adolescentes que se iban
a llevar en sus embarcaciones de madera.
joven Adassa no entendía nada de aquella extraña lengua, los
hombres parecían ladrar cuando emitían alguna palabra, solo veía a
sus hermanos muertos en el poblado de Tufia en Tamarán, cerquita del
mar, lo que hasta hacía unos instantes era un lugar de armonía y
respeto por los ancestros, ahora se había convertido en un espacio
para la sangre y la muerte, cuerpos esparcidos de niños, mayores,
ancianos, hasta los perros yacían inertes, mientras los demonios de
hierro apartaban a las mujeres, a la niñas adolescentes que se iban
a llevar en sus embarcaciones de madera.
Al
otro lado del tiempo otra mujer esperaba junto al paredón de La
Isleta como iban a fusilar a su marido, Carmela veía llegar a los
falangistas y a sus familias eufóricas para presenciar una nueva
ejecución, varios paisanos eran sacados a empujones de los nidos de
ametralladora, cinco como siempre, siempre fusilaban cinco como si
ese número fuera ideal para quienes dependían del crimen para
sustentar unas ideas impuestas sobre un pueblo libre, la letanía del
cura pistola al cinto, el grito del oficial, “Apunten, fuego”.
otro lado del tiempo otra mujer esperaba junto al paredón de La
Isleta como iban a fusilar a su marido, Carmela veía llegar a los
falangistas y a sus familias eufóricas para presenciar una nueva
ejecución, varios paisanos eran sacados a empujones de los nidos de
ametralladora, cinco como siempre, siempre fusilaban cinco como si
ese número fuera ideal para quienes dependían del crimen para
sustentar unas ideas impuestas sobre un pueblo libre, la letanía del
cura pistola al cinto, el grito del oficial, “Apunten, fuego”.
Como
en una telaraña infinita Adassa y Carmela parecían encontrarse en
el fragor de los años, el mismo viento enredaba sus cabellos, el
mismo salitre, la misma arena sahariana que traía el siroco de más
allá del horizonte, las unía el dolor, la desesperación de un
pueblo víctima de los genocidios, dos holocaustos con una pequeña
franja de 400 años de hambre, miseria, esclavitud, derecho de
pernada, abusos de poder y explotación.
Las
dos se tomaron de la mano, parecían conocerse desde siempre y se
reflejaban en sus ojos azules en aquel bosque de pinos de la cumbre
de la isla redonda, la muchacha indígena le habló en su lengua
libico-bereber en muy baja voz, Carmela asintió, entendía todo,
ambas descubrieron que estaban muertas y que llevaban cientos de años
flotando en la niebla que sube de Agaete a Tamadaba en las tardes
mágicas de agosto.
en una telaraña infinita Adassa y Carmela parecían encontrarse en
el fragor de los años, el mismo viento enredaba sus cabellos, el
mismo salitre, la misma arena sahariana que traía el siroco de más
allá del horizonte, las unía el dolor, la desesperación de un
pueblo víctima de los genocidios, dos holocaustos con una pequeña
franja de 400 años de hambre, miseria, esclavitud, derecho de
pernada, abusos de poder y explotación.
Las
dos se tomaron de la mano, parecían conocerse desde siempre y se
reflejaban en sus ojos azules en aquel bosque de pinos de la cumbre
de la isla redonda, la muchacha indígena le habló en su lengua
libico-bereber en muy baja voz, Carmela asintió, entendía todo,
ambas descubrieron que estaban muertas y que llevaban cientos de años
flotando en la niebla que sube de Agaete a Tamadaba en las tardes
mágicas de agosto.
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