1 octubre 2023

Lactancia entre la muerte

La niña Luisa, de apenas 2 añitos, siguió mamando
tras el fusilamiento de Lidia Cabrera, su madre. La escena era dantesca, las
cuatro mujeres muertas, la bebé abrazada, como tratando de sacar la última
gotita del liquido del amor, el cura Tomás Pérez Padilla, comenzó a dar los
tiros de gracia mientras bendecía los cadáveres, la chiquilla lloraba mamaba,
mamaba y lloraba, no quería separarse de aquel cuerpo todavía caliente, suave,
tierno, de una mujer que apenas llegaba a los 25 años, de profesión costurera,
casada con Pedro Ortuño, carpintero, vecino de Zafra, asesinado varios días
antes en la plaza de toros de Badajoz, junto a miles de compañeros del ejército
republicano, una masacre ejecutada bajo el mando del criminal de lesa
humanidad, coronel, Juan Yagüe.

Luisa conoció a Pedro en el municipio de La Aldea de
San Nicolás, Gran Canaria, ella apenas tenía 18 años y en aquel baile de taifas
vio a aquel hombre alto, moreno, con los penetrantes ojos marrones, que vino a
las islas a realizar unos trabajos en el puerto, a través de una empresa de
Cádiz. El la sacó bailar con mucha timidez, pasaba un fin de semana en ese
pueblo lejano con un grupo de amigos que lo invitaron, luego todo fue mágico,
enseguida conectaron, ella estaba afiliada a la Federación Obrera, el al Partido
Comunista, tenían tanto que compartir, tantas ilusiones de cambios sociales,
tantas lecturas, que las siguientes semanas todo eran cartas, casi una cada
día, visitas de Juan los sábados, recorriendo muchos kilómetros por amor a
aquella mujer joven y bella.

En menos de un año se casaron en Galdar, noroeste de la isla, se fueron a
vivir a una casita en La Isleta, corría el año 1933 y todo era felicidad,
tiempos de justicia, de dignidad, de un futuro que se avecinaba esperanzador
para toda la gente que creía en la libertad, en la democracia. A Pedro desde la
empresa decidieron trasladarlo a Cádiz y tuvieron que mudarse a vivir al Barrio
de La Viña, muy cerquita de la playa de la Caleta, allí se establecieron y
Lidia era muy feliz por su parecido con Canarias, tanto en los paisajes, como
en su gente, muy amable y hospitalaria.

En Junio del 36 ya tenían a la pequeña Luisa,
aquella niña morena, con los ojos marrones como su padre y fue el momento de
las malas noticias, se veía venir el golpe de estado, todo el mundo hablaba de
un militar llamado, Francisco Franco, cuando en pocas semanas se enteraron en
la sede del Frente Popular que había estallado una sublevación militar, que ya
en julio de 1936 empezaron a matar gente en África y en Canarias.

Las noticias eran muy confusas, pero todo auguraba
una inminente guerra, donde quienes defendían la República no iban a permitir
que la oligarquía, la Iglesia Católica y los militares sediciosos acabarán con
aquella semilla de esperanza, con los avances sociales que estaban
transformando un país con estructuras medievales.

En ese momento cuando decidieron trasladarse a
Zafra, fue un viaje rápido, instalándose en el humilde hogar de la madre de
Pedro, doña Julia Barragán, la viuda del maestro de escuela, José Juan Ortuño,
muy conocido en la comarca, homenajeado en varias ocasiones, por su inmensa
dedicación a la educación de los niños y niñas más desfavorecidos.

Al poco tiempo Pedro partió a incorporarse al
ejército popular de la República, la guerra estaba en marcha, había que
resistir el embate fascista financiado por las grandes fortunas españolas, por
el fascismo alemán e italiano. Lidia se quedó con la madre de Pedro, la niña
cada vez más grande, los meses de tristeza e incertidumbre cuando llegaban las
noticias de que se estaba perdiendo la guerra, que un tal Coronel Yagüe estaba
asesinando a miles de personas en cada pueblo de Extremadura que tomaban, que
los moros de Franco violaban a todas las mujeres libertarias o comunistas, que
se estaba produciendo una masacre jamás vista en la historia de España.

Parecía que la paz de aquella casa jamás podría ser quebrantada,
pero aquella mañana llegaron triunfantes vestidos de azul, con banderas del Facio,
sacaron a Lidia con Luisa en brazos, las llevaron a la plaza del pueblo, allí
estaban todas las mujeres, los hombres mayores, los maestros que no habían ido
a la guerra, un cura obrero que iban a fusilar en unas horas, eran cientos, que
fueron trasladados en camiones a Badajoz. En la entrada de la ciudad se
escuchaban las ráfagas de los pelotones, el sonido estruendoso de los máuseres,
los gritos de miles de personas que estaban siendo asesinadas, fusiladas o
toreadas hasta la muerte en la plaza de toros, donde distintos diestros y
banderilleros muy conocidos se prestaron al holocausto.

Yagüe ordeno matar para que no quedara rastro de la
semilla marxista, Lidia lo sabía, hasta el momento en que después de conocer por
un falangista vecino que acababan de fusilar a Pedro unos días antes, que no
iban a dejar a nadie vivo, que la consigna era asesinar, desaparecer, torturar,
masacrar a todo un pueblo.

La muchacha andaba entre la multitud desesperada con
la niña pegada a su pecho, abrazada en silencio, como temiendo a su corta edad
la que se avecinaba. Los militares, los moros, los falangistas, los curas las
damas de la oligarquía les insultaban, les golpeaban entre patadas, puñetazos,
golpes con palos o con las culatas de los fusiles, eran miles de personas
detenidas escuchando el atronador ruido de los fusilamientos masivos, los gritos,
llantos y lamentos de las violaciones de cientos de mujeres, palabras en árabe,
en castellano, hipócritas bendiciones de los curas pistola al cinto y
correajes.

Entre el bullicio interminable Lidia Cabrera se vio
ante el pelotón de fusilamiento, le quitaron a la niña, ella gritó –Qué la
maten conmigo, no quiero que se la queden gentuza, asesinos- Los tiros sonaron,
más sangre, las cuatro mujeres muertas, los tiros de gracia del párroco Pérez
Padilla, la niña que se soltó de las manos de la vieja monja falangista,
gateando hacia su madre, agarrándose a su pecho, sacando la teta para empezar a
mamar ante la mirada atónita de los fascistas, una especie de homenaje a la
vida entre la sangre, el crimen y la muerte.


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 Coronel Yagüe junto al general Franco y cadáveres de personas fusiladas