1 octubre 2023

Lágrimas de San Lorenzo

Era el 9 de agosto de 1936, víspera de la fiesta de
San Lorenzo, cuando los voladores se mezclan con el estallido remoto de las
perseidas alumbrando el cielo nocturno, la gente desde mediodía salía caminando
por el “Camino viejo” hacia el pueblo maldito, donde hasta hacía pocos meses
había un gobierno municipal con mayoría absoluta del Frente Popular.

Su alcalde
comunista, Juan Santana Vega, de tan solo 24 años, estaba huido junto a sus
camaradas, escondidos en los montes de la isla de Gran Canaria, sobreviviendo en
cuevas y grietas volcánicas, refugiados por paisanos solidarios, por gente humilde
con las manos encallecidas, en alpendres junto a los animales y
artilugios de labranza.

Quedaban pocos días para su detención, en menos de
nueves meses iban a ser fusilados en el campo de tiro de La Isleta, pero esa
noche era especial, la lagrimas del santo inundarían las escasas nubes de un
verano terrible, donde muchos de sus vecinos y vecinas sufrían las torturas de
los fascistas, registros interminables en las humildes casas de los perseguidos,
los golpes, las violaciones de mujeres y menores por falangistas, guardias
civiles, militares y miembros de la corrupta y criminal oligarquía canaria.

El viejo municipio estaba ya pagando ese agosto
sangriento por tener tanta dignidad, el precio de haber votado masivamente a la
izquierda en las elecciones locales, a los hombres y mujeres que defendían los derechos
sociales y civiles, que se enfrentaban a los palos y pingas de buey de los
temibles encargados de las haciendas, que obedeciendo órdenes de esas familias
de la corrupta nobleza, se dedicaban a reprimir junto a la Guardia de Asalto
cualquier asamblea, cualquier movilización que exigiera mejoras en las
condiciones de vida de un pueblo semi esclavo.

Desde las cuevas del Acebuchal en La Milagrosa,
parte de los evadidos escucharían esa noche los fuegos artificiales, no se
atreverían a salir, ni siquiera a encender un cigarro por si alguien desde la
distancia los distinguía, acurrucados unos contra otros como animales heridos
esperarían el amanecer, la esperanza de que el golpe de estado no triunfara en
el resto de España, que los esbirros del yugo y las flechas no los encontraran,
que la noche fuera leve, como las noches de amor con un cuerpo perfumado de
sudor y magnolias abrazado, como esa oscuridad callada donde solo los besos y las
caricias remueven la nebulosa de los sueños.

Nada bueno iba a suceder, los hombres y mujeres lo
sabían, el cielo aquella noche no traía nada bueno, un sortilegio de dolor, el
aullido de los perros barruntando muerte, un intenso olor a sangre, a matanzas,
a celebraciones en las casas de los señores que triunfantes abrazaban el nuevo
régimen que se imponía en las islas, que tras una guerra acabaría masacrando a
más de medio millón de personas en todo el territorio nacional, la piel suave
de la esperanza se deslizaba hacia el abismo.

Las cuevas en barrancos y montes refugio de hombres,
de alguna mujer rebelde, estremecedoras heroínas del pueblo, sin armas, sin posibilidad
de combate en las mismas condiciones, mientras algunos maldecían la vergonzosa
decisión del Gobernador que se negó meses antes del golpe a repartir armamentos
entre la clase trabajadora isleña, la nula resistencia, solo un par de pistolas
en la Casa Consistorial de Tamaraceite, la dinamita del Ayuntamiento escondida
por el chiquillo Valencia en el barranco de la piconera de Casa Ayala, la nada,
la tristeza, el dolor, el sabor de las eternas batallas perdidas.

Luego tras la noche de San Lorenzo vinieron los
chantajes, las detenciones de familiares de los evadidos, los mensajes de que si
no se entregaban asesinarían a los seres queridos, las capturas masivas en
barrancos inundados de tricornios y ropajes azules, hombres rodeados que se
entregaban, que eran golpeados salvajemente antes de llegar al cuartelillo del
pueblo, mujeres republicanas violadas en remotos caminos de tierra, la imagen imborrable
de aquellos héroes encadenados, caminando escoltados por fascistas armados
hasta los dientes, golpeándolos, heridos, con las caras desfiguradas, mujeres
rapadas, las dos maestras del pueblo, casi desnudas, avanzando sin rumbo con las
manos atadas hacia la improvisada comisaría, al centro de tortura junto a la
iglesia.

El nueve de agosto la gente todavía sigue yendo a
San Lorenzo masivamente, al masacrado municipio donde un día brilló la esperanza
y las ansias de emancipación. Casi nadie sabe lo que sucedió a partir del 36 en
ese rincón de la antigua Tamarán. Los gobernantes herederos de los asesinos han
tenido cuarenta años para tapar todo.

En 2015 las niñas bisnietas de Juan Ernesto Gopar Ramírez,
esperan en la azotea por los fuegos, las tracas, las violentas explosiones, los
colores en el cielo, sus familiares hacen un asaderito con papas arrugadas en
la casita de El Román. El viejo comunista murió el año pasado después de doce
años de Alzheimer, está enterrado en el cementerio junto a la cantera, una
pequeña foto de una bandera republicana y una estrella roja fue colocada por un
ser anónimo en el nicho. Evita y Lucía miran al infinito, son casi las doce, hace un poco de frío, extrañamente es una noche de lluvia en el
apogeo del verano.

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