2 octubre 2023

Las dos flores destruidas de Ignacio «El libertario»

Era esa hora en que la madrugada despide un olor a
jazmín en verano, era julio y el calor aflojaba cuando llegaba el amanecer, en
ese preciso instante sucedió todo, se truncó aquel espacio de luz y felicidad,
tocaron a la puerta, eran golpes, gritos, lo que el viejo anarquista no
imaginaba jamás que fuera a suceder, las muchachas despertaron, dormían en el
mismo camastro con colchón relleno de paja, Luisa susurró: “Son ellos Candi,
los de la brigada”.

Ignacio Soto, era viudo desde hacía cuatro años, las
dos chiquillas eran su esperanza de vida, dos flores bellas que cuidaba cada
día, como quien riega un jardín de amor.

Anarquista por convicción, desde que conoció a
Buenaventura Durruti en su exilio en Fuerteventura, tantas noches juntos
tomando vino, charlando con los compañeros, hablando de libertad, de autogestión,
de la construcción de esa soñada sociedad sin clases, donde todo fuera para
todos.

Su trabajo en Tuineje le permitía acercarse cada
tarde a la casa de aquel hombre heroico, lo recogían varios amigos en la
camioneta y pasaban aquellas largas horas de encuentro, de sueños y utopías al
amparo de las noches estrelladas de la isla africana.

Años después en su terruño, en el municipio de San
Lorenzo, trabajaba en las fincas de tomateros como jornalero, aprovechando
siempre para ayudar en la defensa de los derechos sociales, asesorar a sus
compañeros para paliar la enorme explotación de los terratenientes, incansables
asambleas, las huelgas junto a la marxista Federación Obrera, “comunista
libertaria”, decía Ignacio cuando debatía con Pancho “La Mahoma”, Matías López
Morales o el que fue alcalde del Frente Popular, el maestro albañil, Juan
Santana Vega.

Lo más importante a pesar de las diferencias
ideológicas es que eran amigos, el atacaba a Stalin, los otros cuestionaban una
sociedad sin ejercito, sin leyes, sin dioses, todo acababa en debates crispados,
sin malicia, entre pizcos de ron, pan bizcochado y cachos de queso, casi siempre
afloraban las bromas. Los unía la lucha contra la salvaje opresión capitalista,
la inmensa golfería de una oligarquía canaria corrupta, violenta, vengativa, que
abusaba de su poder sobre la empobrecida clase trabajadora isleña.

En la puerta se escuchó la voz del Cojo Acosta, del
empresario Fuentes, del guardia Pernía, gritaban: “Abran en nombre de Falange
Española o tiramos la puerta abajo”. Ignacio no pudo más que correr hacia la
entrada de la humilde vivienda, no tuvo tiempo a ponerse las alpargatas, salió
casi desnudo, solo alcanzó a decirle a sus hijas que se quedaran en la habitación,
que no salieran, las muchachas temblaban de miedo, Luisa había cumplido 17 años
el día anterior, Candi tenía solo 14.

Ignacio salió al encuentro de los hombres, al abrir
la puerta los vio uniformados, amenazantes, la mayoría vestidos de azul con
correajes, varios tricornios de la guardia civil y Penichet vestido de paisano,
de traje gris y corbata: “Venimos a llevarte con nosotros maldito rojo, viejo
podrido, vístete cabrón”. El honrado anarquista les preguntó que cuales eran
los motivos, en ese momento Eufemiano le dio en la cabeza por la espalda con la
culata del máuser, cayó al suelo y sin perder del todo el conocimiento notó
como la sangre le corría por la cara, luego recibió varias patadas de los
brigadistas del amanecer, no podía cubrirse, le daban por todas partes, en los
ojos, en la frente, en los genitales, era una especie de torbellino violento,
un odio que jamás había conocido.

“No hace falta que se vista”, dijo Acosta, “mucho no
va durar cuando lo tiremos al pozo de Tenoya”. En ese instante salió el guardia
Pernía con las dos muchachas de la habitación, las chiquillas lloraban
aterradas pidiendo por su padre ensangrentado, “que no le pegaran más”, “que lo
dejaran tranquilo”. Eufemiano fue directo a Luisa y le dio una bofetada muy
fuerte, tumbándola al suelo, Candi le ayudó a levantarse, Ignacio incorporado,
ya encadenado veía todo, pedía que no les hicieran daño a sus hijas.

Uno de los guardias civiles, un tal Mederos de La
Isleta, le rompió el camisón a las dos mujeres y dijo: “Sucio anarquista, ahora
le voy a chupar las tetas a tus hijas”. Ignacio intentó forcejear pero solo
recibió más golpes, varios de los guardias y miembros de la brigada las
agarraban mientras las dos chillaban, el viejo veía aquella boca sucia, con los
dientes podridos, lamiendo los pechos de lo que más quería en el mundo.

El resto de los hombres las desnudaron dispuestos a
violarlas en el mismo patio, Eufemiano los paró violentamente: “Aquí no, pásenlas
a la habitación y entren de dos en dos”. Ignacio gritaba, aullaba, lloraba, maldecía,
decía todo tipo de insultos, hasta que Pernía lo golpeó con la pinga de buey en
la cabeza, dejándolo sin sentido. De dos a dos entraron. 

Las muchachas al
principio, gritaban, los vecinos de la carretera general de Tamaraceite escuchaban
todo, nadie decía nada, se cerraban ventanas y puertas, hasta que a las dos
horas se hizo el silencio, solo alguna risa de los hombres, una botella de ron de
caña estrellada contra el frontis de la casa, comentarios y burlas sexuales, ya
no olía a flores, amanecía, al instante el ruido del viejo camión, el olor a
combustible, a tabaco Virginio, la puerta de Ignacio abierta de par en par, dentro
los gemidos de dolor y vergüenza de una mujer destruida, la otra estaba muerta.

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Cuadro del Don José Cupertino Delgado Camposeco (Guatemala)