2 octubre 2023

Lazareto de muerte

El “Cabo de vara” le rompió la clavícula a Juan
Tejera, que no se quejó, para no darle el gusto a los fascistas de verlo
humillado, se quedó en el suelo arrodillado aguantando el inmenso dolor. Sabía
que esa madrugada se habían llevado a nueve camaradas para arrojarlos a la Sima
de Jinámar, era consciente de que en cualquier momento le podía tocar. 

Se arrastró como pudo hasta la exigua litera de
madera del barracón del campo de exterminio de Gando (Gran Canaria), donde
dormían cada noche siete hombres destrozados, piel y hueso.

No dejaba de pensar en su amada Frasquita, en
posición fetal sintió por unos instantes la calidez y la ternura del interior
de las entrañas de su madre.

Los “Cabos de Vara” eran presos que por una ración
más de la pestilente comida o por obtener ciertos privilegios, le hacían el
trabajo sucio a los fascistas, eran mucho más crueles que los propios
falangistas y militares, daban más fuerte con los palos de madera y las pingas
de buey, eran brutales para demostrar a sus verdugos que podían ser buenos
carniceros sobre sus propios compañeros.

Juan llevaba cinco años en el campo viendo todo tipo
de atrocidades, torturas y crímenes, hombres que eran asesinados a golpes en el
patio interior en presencia de todos los presos, el maltrato constante por
parte de aquellos seres demoniacos, que no tenían suficiente con hacerlos
trabajar de sol a sol abriendo ridículas zanjas que luego volvían a cerrar y
abrir, en un proceso interminable para el dolor ilimitado y la humillación de
quienes sobrevivían entre piojos, chinches y enfermedades mortales como el
tifus, que cada semana se llevaba la vida de decenas de compañeros y amigos.

De madrugada llegaban las “Brigadas del amanecer”
para llevarse a más reos a los pozos y simas de la isla, sobre todo a la Marfea,
donde eran arrojados vivos dentro de sacos atados de pies manos, la mayoría de
las veces con piedras dentro para que se hundieran irremisiblemente en el mar.

Después de un día agotador de trabajo esclavo
llegaban al barracón y recogían la exigua ración de agua apestosa con algún
trozo de verdura, caminaban como zombis por el antiguo lazareto reconvertido en
campo de concentración.

No había colchón en las literas, solo algo de paja
sobre la dura madera y en el espacio de uno se acomodaban siete, se colocaban
de tal forma que pudieran caber en el minúsculo recinto, unos con las piernas
hacia arriba, otros con las cabezas en el otro sentido, cada uno sabía cómo
colocarse desde el día que asesinaron a golpes al joven sindicalista de la CNT,
Pedro “El barbero”, desde que fueron siete el espacio de Perico quedó libre,
pero en una especie de ritual sin nombre lo respetaban, parecía que su alma, o
lo que fuera, estaba presente en el abrazo nocturno para evitar el frío
congelante de aquel marzo de 1940.

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Juan Tejera Pérez en su casa de Tamaraceite pocos años antes de morir