2 octubre 2023

La entrañable formación de las auroras

Ruido de botas y gritos marciales en la entrada de
la escuelita. Los falangistas tomaron el pueblo en menos de
media hora, mientras Manuel Rodríguez, el maestro anarquista, impartía su clase
de Ciencias Naturales al grupo de niños y niñas. Les hablaba con su voz siempre
cariñosa, de la formación de las islas, de los volcanes, del misterio de aquel
archipiélago mágico, habitado en el pasado por el antiguo pueblo adorador de la
madre naturaleza, del techo celestial.

En ese preciso instante entraron los hombres armados
de los correajes, golpearon al joven docente en la cabeza con la culata del
máuser, arrastrándolo entre puñetazos y patadas a la calle.

Los niños asustados, las niñas atemorizadas, miraban
con ojos de miedo la escena dantesca, no entendían porque se lo llevaban, el
motivo de los brutales golpes, la sangre que manaba de la boca y la nariz del
bueno de Manuel.

El jefe requeté Borja del Castillo ordenó que lo
ataran con las manos a la espalda, pasó su pistola por su cara, por la sien,
por sus ojos, mientras dos de los fascistas lo agarraban, lo obligaban a
arrodillarse junto a la escalera de la vieja casona que hacía las veces de
colegio popular, que tanto servía para las clases, como para las reuniones
sindicales y políticas de aquella comunidad del sureste de Gran Canaria.

El capitán Mejías, el gallego destinado en el
cuartel de artillería de La Isleta, llamó a varios de los militares, dos
guardias civiles, al de resto falangistas, algunos con las camisas azules
manchadas de sangre, venían de Telde de ajusticiar a cientos de hombres, casi
no habían dormido, habían estado desde las madrugada arrojando al agujero volcánico
de la Sima de Jinámar a comunistas, anarquistas, socialistas, republicanos.
Cientos de hombres, quizá miles, que llegaban en camiones desde distintos
puntos de la isla, secuestrados en sus casas por las “Brigadas del amanecer”.

Los dispuso en formación, les mandó alinearse, que
cargaran sus armas, que estuvieran listos por si cualquiera del pueblo venía a
defender al desgraciado maestro, nadie dijo nada, las ventanas se cerraron, la
gente desapareció de las calles, ni siquiera las madres venían a recoger a sus
hijos por miedo, porque sabían lo que pasaba, que bastaba una mirada para que
te mataran, que el odio brotaba en cada esquina, que se había extendido por
cada rincón de la isla, un odio visceral, atávico, que asesinaba, desaparecía,
mataba por matar a lo mejor del pueblo, destruyendo la vida, creando “barrios
de las viudas” como en el Valle de San Pedro en Agaete, donde fueron asesinados
todos los hombres. Un odio de clase orquestado, premeditado, organizado por la
corrupta y criminal oligarquía isleña, por una Iglesia Católica que apadrinó el
genocidio fascista, que reveló secretos de confesión, que dio el tiro de gracia,
en los cientos de fusilamientos de cada rincón del jardín de sangre de las Hespérides.

Manuel “El libertario” lo tenía claro, sabía que era
el final, que no quedaba nada más allá, que la única salida era una muerte
rápida, no quiso marcharse cuando sus compañeros le avisaron meses antes del
golpe de estado del 36, prefirió seguir pasara lo que pasara con sus niños, con
sus niñas, quedarse en
primera línea educativa, vanguardia de la educación liberadora, la que aprendió
de su viejo maestro Augusto Miramar, el anciano revolucionario de Barcelona en
el colegio de La Isleta, las interminables charlas nocturnas en la Playa de Las
Canteras, su conversaciones con Buenaventura Durruti en Fuerteventura, los
tiempos del exilio del guerrillero del pueblo, tantos momentos felices que
ahora pasaban por su mente mientras estaba en el patio central de la muerte.

Mejías se le acercó, lo golpeó violentamente con su
rodilla en el estomago entre las risas del grupo de fascistas, la patada le
rompió algo dentro porque la sangre ya no dejaba de manar de su boca, una
especie de vomito rojo entre las convulsiones y gemidos guturales, en el
momento en que el oficial gallego descargó el cargador de su pistola en la
cabeza de Manuel sonriendo, mirando al resto de la banda de asesinos, la sangre
corría por el patio del colegio, antes lugar de alegría, manzanas, juegos,
risas y esperanza, ahora muerte, dolor, el cuerpo frágil del maestro
presidiendo el espacio del amor, los niños, las niñas vieron todo, se sentaron
en el suelo en la pequeña escuelita, lloraban en una especie de ritual
inconsciente, esperando que les vinieran a recoger sus tristes madres, una pena
jamás olvidada, oculta en los registros de aquel pueblo, tapada en los años por
la corrupta autoridad, como si no hubiera pasado nada, como si Manuel siempre
hubiera sido un fantasma irreal, el quebradizo corazón que demostró que la educación
puede ser generadora de amor, de esperanza, en el inmenso camino del sendero de
los colores y las sonrisas.

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