25 septiembre 2023

Lecciones de tiniebla

Estuvieron
cinco meses sin clases en la escuelita de Fataga desde la detención
de Arcadio Figueroa Florido, su maestro, lo acusaron de
adoctrinamiento a los niños que integraban su alumnado, los
falangistas llegaron en pleno día al bello pueblo y fueron directo a
la casa donde se impartían sus lecciones, entraron sin pedir permiso
y agarraron al profesor cuando explicaba en la pizarra la estructura
de un poema infantil de Federico García Lorca.

Encabezaba
el grupo de fascistas
José Araña Bordón,
uno de los mayordomos del Conde, conocido en Tunte como “Rabo de
Vaca”, que era el apodo de su familia procedente de la zona de
Taidía, jornaleros de toda la vida, casi esclavos y víctimas desde
siempre del derecho de pernada de los amos. José fue un avezado
maltratador desde muy niño, lo que fue bien visto por sus jefes
cuando empezó a trabajar con ocho años en los tomateros de Juan
Grande, llegando en pocos años a ser uno de los hombres de confianza de aquella nobleza sanguinaria, dueña de las tierras,
precursora de los mayores abusos de poder, de la represión y la
muerte sobre quien se rebelara a seguir siendo esclavo.

No
tuvieron miramientos, cuando Arcadio les exigió con amabilidad una
explicación a su detención, lo
golpearon al
instante en la cabeza con una barra de hierro, dejándolo
semiinconsciente sobre la mesa, mientras los niños gritaban y
lloraban de miedo.

El
docente de uno cincuenta años, se levantó atolondrado por el golpe
y pidió tranquilidad a los alumnos:

-Queridos
niños estén tranquilos, seguro que esto es un error, me voy con
estos señores y ya verán ustedes que volveré muy pronto, cuando se
aclare toda esta confusión- dijo con la voz rota, apretando un
pañuelo contra la profunda herida que tenía en la frente.

Le
ataron las manos a la espalda con unas sogas finas de pitera que
cortaban las muñecas, muchas tizas en el suelo, los lápices y los
afiladores pisoteados por aquellos hombres sin piedad, sacándolo
en
medio
de los chiquillos que no se creían lo que estaba
sucediendo y que miraban desconcertados a su adorado profesor.

Felisa
Santiago, una de las niñas que siempre se sentaba en la primera fila
junto a su amiguita, Alicia Santana, recordó las clases en la
naturaleza, cuando se iban tempranito a la casa del viejo pastor
Facundo Falcón, que ordeñaba las cabras y los invitaba a una tacita
de leche con gofio, contándoles un cuento, para luego partir a una
de las habituales excursiones, la que más le impactaba era cuando
subían a la necrópolis de Arteara, el gigantesco cementerio de los
indígenas, donde Arcadio les explicaba su vida, sus costumbres, sus
leyendas, la cultura de aquel pueblo misterioso venido del norte de
África hacía miles de años.

Los
chiquillos miraban por la ventana cómo introducían a don Arcadio en
el coche negro del Conde custodiado por cuatro falanges y dos
guardias civiles de Tunte, antes de entrar por la puerta trasera les
dirigió una sonrisa mientras asentía con la cabeza, como
explicándoles que no se asustaran, que todo se solucionaría.

Fue
la última vez que lo vieron, luego trajeron de sustituto a un cura
muy joven de Las Palmas que se hizo cargo de la escuela, los obligaba
cada mañana a rezar el padrenuestro, varios avemarías y el Rosario,
antes de cantar el “Cara al sol”. Don Juan Mejías Melián, el
nuevo maestro se caracterizaba porque pegaba mucho, gritaba cuando
los niños se reían o hablaban dentro o fuera de clase, le gustaba
tirar de las orejas y castigar con mucha violencia con una tabla de
sauce, una madera que parecía caliente, causando un inmenso dolor en
las palmas de las manos o en la parte trasera de las piernas.

Varios
años después se supo que unos cazadores habían encontrado unos
restos humanos en los acantilados de Risco Blanco, lo trajeron al
pueblo, tenía un agujero de bala en la nuca, huesos rotos y las
mismas ropas que don Arcadio, en el bolsillo una bolsa de caramelos
empegostados, los que regalaba cada día a su alumnado entre clase y
clase.

Nadie
fue a su entierro por miedo, ni siquiera las autoridades reconocieron
que era el maestro republicano desaparecido, lo enterraron sólo en
presencia de su esposa, Pinito Medina Acosta, varios niños
estuvieron sobre la ladera, viendo como lo enterraban junto a la
tumba de su madre Lolita Florido Santiago, la niebla inundaba el
barranco de Tirajana.

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El maestro republicano Antonio Oliver en una Misión Pedagógica en la pedanía
murciana de Valladolises en el año 1935 (Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver)