10 junio 2023

Los espacios perdidos al otro lado del mar de Juan y Silvina

Lo
habían detenido en las cercanías de la Casa de la Moneda en Santiago de Chile
aquel 11 de septiembre, Salvador Allende ya había sido asesinado y la represión
era generalizada, una cacería humana sin precedentes en aquella bella ciudad,
corazón de América, con aquel gobierno de la Unidad Popular, semilla de
esperanza y dignidad.

Juan
Florido se había marchado de Canarias en marzo de 1.945, después de salir del campo de concentración, cuando la represión en las islas era terrible y habían asesinado a
gran parte de sus compañeros, fusilados en el campo de tiro de La Isleta,
desaparecidos en la Sima de Jinánar, en los pozos de Arucas y Tenoya, la Mar
Fea y tantos lugares de la muerte, donde los falangistas, los curas y
terratenientes cometían sus brutales asesinatos de estado.

El
joven había logrado embarcar de forma clandestina en un barco que iba destino Senegal, para después de pasar varios años en el país africano, lograr partir
hacia Argentina, un duro viaje en cubierta sin casi comida, con temperaturas
terribles, hasta arribar al humilde puerto de Buenos Aires, allí lo esperaba su
tía Clara Corujo, que se había marchado unos años antes para evitar que la
detuvieran por su militancia anarquista en la isla de Lanzarote.

En
pocos días se integró en el trabajo agrícola de las afueras de la gran ciudad,
conociendo a la que años después sería su esposa, Silvina Squaglia, una mujer
de Rosario, militante del peronismo revolucionario. En unos meses ya estaban
siempre juntos, se acercaban a Misiones para ver las cataratas y quedarse en
casa de una de las hermanas casada con un brasileño de Foz do Iguaçu, los
viajes a la Quebrada de Humahuaca, aquellos días mágicos en Tilcara en la casita
de barro de Miguel Heredia, el humilde maestro rural y compañero de lucha.

Al
cabo de los años a Juan le ofrecieron un trabajo en Mendoza, desarrollando su
labor de experto agricultor en un gran latifundio dedicado al cultivo de la uva
para el vino, allí pasaron dos años, pero tras una huelga general fue detenido
en un piquete y maltratado en la gendarmería de forma brutal, a los pocos días salió
y lo primero que hizo junto a Silvina fue escapar hacia Chile, asentándose en
Santiago en la casa de una familia canaria de La Gomera apellidada Fumero.

Fueron
días muy duros hasta aclimatarse a esa nueva realidad, conseguir trabajo en una
fábrica de las afueras, donde lograron asentarse, conseguir una nueva casa
cerquita de la población Herminda de la Victoria, donde tuvo la oportunidad de
afiliarse al partido comunista, conocer en persona a Pablo Neruda, a Víctor Jara
y más tarde, tras la constitución de la Unidad Popular, tener la oportunidad de
ver en directo al gran Salvador Allende, un hombre tan cercano y del pueblo que
era capaz de pararse en la calle para hablar con cualquiera, preguntar por los
problemas de la gente, cada batalla para la construcción de esa nueva esperanza
que nació para acabar con el hambre y la miseria del pueblo chileno.

Silvina
vio como se lo llevaban desde el otro lado de la calle en la manifestación, los
aviones norteamericanos bombardeaban la sede presidencial, observó con inmensa
pena, como lo introducían a golpes en el camión militar camino del Estadio
Nacional, donde ya ocupaban sus gradas más de 5.000 defensores de la democracia
y la libertad.

La
mujer fue acogida en la casa de Jane Montoya, una pintora surrealista y amiga
norteamericana, que trabajaba como agregada cultural en la embajada, allí pasó
varios meses hasta lograr salir hacia Canadá con pasaporte de los Estados
Unidos, a un exilio eterno, donde jamás supo de su compañero Juan, del canarito
que tanto amaba, en paradero desconocido como miles de chilenos y chilenas,
desaparecidos por un gobierno fascista, encabezado por el criminal de lesa
humanidad, general Augusto Pinochet.

Juan
Florido se sentó en las gradas después de haber sido torturado en los pasillos
de los vestuarios, aquello era él averno, se escuchaban muchos gritos,
disparos, ráfagas de fuego, el infierno comenzaba y terminaba en aquel estadio,
donde le cortaron las manos a Víctor Jara antes de asesinarlo, desde el momento
en que lo identificaron como un personaje famoso vinculado a la izquierda.

El
canario sangraba por la nariz con el tabique partido del cabezazo de un militar
con aspecto de indio mestizo, tenía un brazo fracturado y la cara destrozada
por lo golpes.

En
ese instante recordó lo durísimos días en el campo de concentración de La
Isleta en Gran Canaria, las técnicas eran las mismas, el mismo odio, la misma
forma de golpear, de maltratar, de insultar, de alienar. Hasta el cielo
brillaba igual a tantos kilómetros de su tierra, un paraíso aéreo limpio en
septiembre de 1973, las gradas llenas de sangre, donde hasta hacía pocos días
los hinchas celebraban los goles de su equipo, las jugadas maestras, los
regates de jugadores técnicos y veloces.

Ahora
todo era dolor, Juan Florido, callado, cabizbajo, lloroso, jamás imaginó que lo
que ya había vivido en Canarias volvería a suceder, que el terror fascista era
el mismo en cada lugar del planeta donde era potenciado, financiado, en este
caso por el imperio norteamericano, por el poder financiero internacional, por
trasnacionales mafiosas, que en Chile quisieron acabar con todo, con la
esperanza de un pueblo, con un presidente heroico hijo del pueblo trabajador, ahora
asesinado tras negarse a abandonar su cargo, aquella inmensa dignidad, después
de ser elegido masivamente en unas elecciones democráticas.

Grupos
de militares y civiles armados obligaban a los hombres y mujeres a bajar a los
sótanos del estadio, estaban cerca de Juan, no podía hacer nada, solo
mantenerse en su puesto, esperar la llegada de la muerte. El recinto era un
clamor, la escasa resistencia con silbidos y cantos era reprimida salvajemente,
mientras una ambulancia y varios miembros de la Cruz Roja miraban para otro
lado.

En
unos instantes lo agarraron y a empujones lo obligaron a bajar a las tinieblas,
allí todo era sangre, alaridos de dolor por las torturas, mujeres que repelían
con llantos las violaciones de los milicos, todo tipo de abusos sexuales, niños
pequeños que corrían desesperados buscando a sus madres que habían sido asesinadas.

Los
momentos eran terribles, le pegaban atado de pies y manos en el suelo, pudo observar
a un militar español de alta graduación, teniente coronel de infantería parecía,
que actuaba junto a los militares chilenos y varios sacerdotes pistola al cinto,
mientras se le acercaba y le apretaba el cuello: “¿Tu eres el rojo canario?”,
le dijo, poniéndole una pistola en la cabeza: “¿Sabes que soy de Madrid, que te
vamos a matar hijo de la gran puta?” “Eres la misma escoria que tus amigos de
la España roja y republicana”.

Juan lo miró sin decir nada, una mirada amenazante, un aire de ternura, como
de haber desaparecido cualquier atisbo de miedo, no tener nada que perder,
esbozando una sonrisa leve desde unos labios destrozados. El militar madrileño
le dio un rodillazo en la cara, Juan se revolcó de dolor y siguió sonriendo
ahora a carcajadas, justo en el momento en que el militar castellano le
descargó el cargador de la 9 mm en la cabeza.

Los
disparos se mezclaron con las ráfagas de ametralladora, los gritos de las torturas
sobre miles de hombres y mujeres de todas las edades. Era uno más de aquellos
miles de asesinados en Chile, un trocito de isla volcánica en el continente del
dolor, una folía rebelde inundada de sangre en la antesala de la cordillera.

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Estadio Chile (1973) tras el golpe de estado fascista del general Pinochet y los Estados Unidos