25 septiembre 2023

Madrid, qué bien resistes

Lucía
Cabrera se unió a las milicianas del grupo de poesía y lectura
desde que supo que se había producido el alzamiento militar, la
joven canaria se había desplazado a Madrid desde Lanzarote para
cuidar a su bisabuela Matilde Pallarés, se pasaba el día leyendo
desde muy chiquita en su pequeño pueblo de Teguise, devoraba la
biblioteca heredada de su padre fallecido de tuberculosis antes de
cumplir los treinta años, navegaba por los textos de Julio Verne, de
Salgari, de Gorki, de Tolstoy…, iba de libro en libro, de historia
en historia, de aventura en aventura, casi desde que aprendió a leer
en la escuelita de doña Remedios Guadalupe.
Con
catorce años tenía ideas revolucionarias como su padre,
libertarias, creía firmemente en un mundo mejor sin reyes, sin
estado, sin caciques, sin curas, sin iglesias y opresores, conversaba
con Luis Fernández, el hijo de Gregorito el chófer de los Manrique,
el joven estaba estudiando derecho en la isla de Tenerife, un
intelectual de veinte años, con las mismas ideas que Lucía, las
mismas ganas de cambiar el mundo.

Madrid
era el escenario de la esperanza de la humanidad, cada instante era
heroico y la misma consigna: ¡No pasarán! En cada calle, en cada
ventana las banderas republicanas, rojas, rojinegras, grupos de
mujeres y hombres hablando en distintos idiomas con fusiles en los
hombros, brigadistas internacionales, venidos de cada rincón de la
tierra para luchar contra el fascismo.

En
las afueras de la Casa de Campo hacían prácticas de tiro, a Lucía
no se le daba mal el uso del máuser, tenía buena puntería, varias
horas cada día entre compañeras y compañeras con las mismas ansias
de libertad, unidos por la construcción de un mundo mejor.

Dejó
de dormir en la vieja casa de su bisabuela en la calle Zurbano del
barrio de Chamberí en pocos meses, con ella se había quedado su
prima María Luisa, que también la cuidaba y trataba muy bien.

La
muchacha se unió al campamento miliciano en la zona de El Retiro,
dormían en tiendas de campaña y en antiguas chozas de pastores,
estaban siempre preparadas para entrar en combate, resistir los
constantes bombardeos que generaban tanta muerte, sobre todo en la
población civil, era normal ver personas muertas en las calles por
las bombas, niñas y niños que venían del colegio destrozados entre
charcos de sangre, asesinados por las aviaciones alemanas, italianas
y españolas, en aquellos momentos parcialmente en manos del ejercito
fascista español, causando mucho daño en las viviendas, en la
infraestructura de un Madrid herido de muerte en el corazón de su
pueblo.

Recordaba siempre la paz de Lanzarote, las gerias con los racimos de uvas,
el buen vino que tomaban en las fiestas patronales, las papas
arrugadas con mojo, el gofio, los sancochos con pescado salado que
preparaba su madre la maestra Eloísa Marrero. Unos recuerdos que
venían en las noches, cuando se más se escuchaban las explosiones
del frente de guerra, el sonido atronador de los obuses, las ráfagas
de ametralladora, los gritos, casi alaridos de las mujeres y hombres
heridos de muerte.

La
noche del 28 de diciembre del 36 llegó la noticia de la muerte de
Arcadio Monzón, el hombre que más amaba, su amigo, su confesor, su
cómplice en mil noches de amor y conversaciones interminables, era
carpintero de rivera, procedía de Las Palmas, estaba integrado en el
Quinto Regimiento junto a Miguel Hernández, lo habían acribillado a
balazos en el avance de los nacionales cerca de Toledo, todo se venía
abajo en Madrid, en la conciencia de Lucía, que veía derrumbarse su
mundo, morir a sus compañeras y compañeros, la huida del terror
mientras disparaba desde las trincheras sin saber si había matado a
alguien, solo seguía apretando el gatillo con la esperanza de que
alguna vez llegaran buenas noticias.

Todo
había ido demasiado deprisa, los días y las noches eran de menos de
un minuto, cuando la sacaron de la prisión de Ventas a las cinco de
la mañana, no iba sola, la acompañaban más de treinta mujeres en
el camión hacia el cementerio del Este, había que esperar haciendo
cola para los fusilamientos en el paredón junto a las fosas comunes,
allí pudo contemplar con horror el modus operandi de cada
fusilamiento, la frialdad de los fascistas, el estruendo a la voz de
¡Fuego! pensaba en su padre, en los días que la llevaba en los
hombros, los dos desnudos, corriendo, simulando que él era un
caballo cuatralbo, que ella su jinete en aquella playa de agua
cristalina junto a los Ajaches.

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Milicianas marchando en Madrid (Foto Gelda Taro)