1 octubre 2023

Manuel Fernández: Morir de pie en la alborada de la dignidad

Al periodista de Lanzarote lo trajeron con los
brazos atados a la espalda en el correíllo, varios presos lo
acompañaban, Pedro Balba de Haría, Juanito Macías de Teguise y Toño Castillo
sindicalista de Arrecife. El traslado desde el muelle fue rápido, una noche
entera en el oxidado y viejo barco, donde no les habían permitido hacer sus
necesidades, se las habían hecho encima.

Fue terrible cuando los detuvieron, como los sacaron
de sus casas aquella madrugada, los gritos y llantos de sus mujeres, de sus
hijos, de sus madres, llevándolos a golpes hasta el cuartel de la capital,
donde los torturaron durante un día entero, tratando de descubrir nuevos
nombres, gente afiliada a cada sindicato, a los partidos que integraban el
Frente Popular, para al anochecer llevarlos al muelle pesquero, encerrándolos
en aquella bodega inmunda en absoluta oscuridad, sin ventilación, repleta de
carga, de olores nauseabundos.

Traían la boca seca, el salitre impregnaba su piel,
llegaron en menos de media hora al campo de concentración de La Isleta en Las
Palmas de Gran Canaria, les esperaba el Teniente Lázaro, conocido por su
inmensa crueldad, por el maltrato constante que infligía a los más de dos mil
presos republicanos, que todavía pasaban los días en aquel infierno franquista,
donde las muertes por tortura y enfermedades infecciosas eran constantes.

Nada más bajar a Fernández del “camión de la carne” el
teniente se le encaró, se le acerco tanto que casi le podía oler el aliento a
ron de caña y tabaco. El periodista lo miró fijamente y el teniente chusquero
le metió un cabezazo sin decir nada. El periodista no cayó al suelo, se mantuvo
en sus casi dos metros de altura, su musculoso cuerpo, manteniendo la vista en
los ojos del militar fascista, la nariz le sangraba copiosamente. Lázaro por un
momento tuvo miedo al ver que el intelectual conejero no se inmutaba ante sus
insultos: “Hijo de la gran puta, rojo de mierda ¿Te creías que te ibas a quedar
sin condena con todo lo que escribiste sobre nuestro general Mola? Vas a
pagarlas todas juntas malnacido”.

La camisa blanca de Manuel ensangrentada, los
músculos de sus brazos vibraban atados, temblaban de rabia, su barba de varios
días sin afeitar brillaba de sudor, la sangre seguía brotando por su nariz
destrozada, sus ojos lloraban en silencio, un gesto de dignidad ante los gritos
del teniente Lázaro, que inmediatamente ordenó a varios cabos de vara que lo
agarraran y lo arrodillaran.

Los cuatro traidores lo redujeron de un golpe en la
cabeza con la pinga de buey, obligándolo a arrodillarse, lo ataron con más
cuerdas de pitera con los brazos a la espalda, no estaban seguros por la
fortaleza del reo que pudiera soltarse. Lázaro se acercó y le dio una patada en
la cara, otra en el estómago, mientras Fernández resoplaba y sudaba, sin
quitarle la mirada al militar falangista.


El sargento Bombín, un niño rico, hijo del teniente
coronel que firmaba las sentencias de muerte en los consejos de guerra, trajo
el embudo y la botella de cristal con el líquido negro, entre varios en el
mismo patio del campo de concentración le metieron el artefacto de cocina hasta
la garganta, obligándolo a tragar aquel veneno inmundo.

Manuel notaba el mal sabor, como le quemaba la
garganta, el estómago se le hinchaba. El militar ordenó que le dieran con la pinga
de buey, los cinco vendidos comenzaron a golpearle, eran palos, una porra de
madera. Manuel se levantó en un esfuerzo titánico, los cobardes retrocedieron
al pensar que se había soltado, pero seguía atado, se incorporó, se asentó
sobre el suelo ensangrentado con sus piernas fuertes. Miraba a los fascistas,
no decía nada, era el único que había aguantado la tortura el día anterior, no
había dado ningún nombre, ningún dato de sus camaradas, solo callaba,
silenciaba el ambiente entre golpes y el teniente ordenó recrudecer la paliza,
la sangre inundaba todo hasta las ropas de los franquistas.

Domingo Valencia de solo 16 años miraba desde el
otro lado del campo, recogía la basura y veía a aquel hombre alto que no conocía,
observaba su dignidad, su asombrosa valentía ante los golpes. Vio como el
temido teniente le dio una patada en los testículos, como los cabos de vara
seguían golpeando y el sargento bombín le daba un golpe en la cabeza con la
culata del fusil.

El chiquillo comunista vio como Manuel cerraba los
ojos, como respiraba profundamente, manteniendo su cuerpo destrozado, hasta que
tuvieron que parar los golpes, Fernández no respiraba, pero se mantenía de pie,
no sabían cómo, pero de alguna forma su cara ensangrentada mantenía un gesto de
dignidad, de pureza, de belleza moral, mientras se le marchaba la vida con la
cabeza destrozada, sin casi ropa, la carne destrozada por la brutal pinga de
buey.


Los presos no se creían lo que veían, paralizados no
decían nada, los falangistas miraban asombrados aquel cuerpo inanimado que
lentamente caía al suelo, ni siquiera se atrevían a llevarlo al camión con el
resto de los asesinados, les daba miedo que de repente despertara como de un
sueño, que los golpeara con ese rostro de claridad.

Lázaro con el uniforme lleno de sangre se fue
directo a la sala de oficiales, no dijo más nada, como amansado, allí lo
esperaba el capellán de artillería, el cura con sotana y pistola al cinto que
daba los tiros de gracia en los fusilamientos, que también había observado el
asesinato de Manuel. Se cruzaron la mirada, no dijeron nada, solo abrieron la
botella de ron de caña y se sirvieron en dos vasos pequeños, tomaron de un
trago el ardiente licor mirando por la ventana anonadados, viendo como entre
cuatro presos metían el cuerpo de Manuel en el “camión de la carne”, llevando
los cuerpos de los siete hombres a la fosa común del cementerio de Las Palmas.

Una especie de viento leve sonaba entre las montañas
volcánicas de La Isleta, la presencia de algo tenue, misterioso, recorrió
pieles erizadas en la penumbra de la tarde.

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Escenificación del asesinato de Manuel Fernández, en el documental
 «La memoria Interior», interpretado por el actor Iriome del Toro