11 diciembre 2023

Marisa invadiendo de amor el abismo

Benicio Corbacho, Esteban Cabrera y Marisa Alonso,
fueron sacados de sus casas de madrugada por la “Brigada del amanecer”. La
encabezaba el viejo Guardia Civil Avelino Palma, acompañado como siempre por
los niños ricos de Falange: Eufemiano, Bonny, el hijo de la marquesa, Juan Ignacio
Del Castillo, Cayetano Manrique de Lara, Amadeo Bravo de Laguna, junto a otros miembros
de la organización fascista de menor rango social.

Marisa era la novia de Benicio, el joven anarquista procedente
de Cuenca, empleado de Correos en Las Palmas de Gran Canaria, la enamorada
pareja pensaba casarse en septiembre si su hermano enfermo de tuberculosis
mejoraba. La bella muchacha de ojos azules estaba embarazada de 4 meses en
aquel julio sangriento, se lo dijo al tabaquero jefe del grupo de falangistas,
pero su única respuesta fue un golpe con el fusil en su pecho, lo que la hizo
caer redonda al suelo sin sentido en presencia de sus padres en el barrio de
San José.

La muchacha hija del famoso luchador del vernáculo deporte
isleño apenas contaba con 23 años, siempre había trabajado como jornalera,
menos los dos últimos años que dedicaba a cuidar a su hermano desde que
contrajo la grave enfermedad. No tenía casi vínculos con ningún movimiento
político, solo se había dejado ver junto a su compañero en alguna reunión en la
sede los sindicatos, portó una bandera en una manifestación por la calle Triana.

Esteban era empleado en los tomateros de los
Betancores en Los Giles, jornalero de profesión pertenecía a la Federación
Obrera, ni siquiera era un dirigente destacado, solo colaboraba en cada una de
las asambleas, repartía propaganda en los lugares de trabajo, ejercía como
defensor de los derechos de las mujeres aparceras explotadas por el caciquismo
ancestral, por el derecho de pernada, por todo tipo de abusos y salarios
insuficientes para poder vivir dignamente.

El viejo camión se dirigió hacia el Puerto de la
Luz, la mujer iba delante entre dos de los jefes falangistas, detrás un grupo
indeterminado de unos treinta hombres atados con las manos atrás con hilos de
pitera. El tabaquero la manoseaba, le rompió los botones del camisón y le sacó
los pechos, ella gritaba y Benicio la escuchaba entre maldiciones e insultos
hacia aquellos abusadores. Al rato dejó de escucharse su llanto, los dos
hombres la golpearon con una pistola en la sien y la dejaron semiinconsciente,
aprovechando para quitarle el vestido entre risas, burlas y tragos de ron de
caña.

El vehículo estacionó junto al muelle, allí esperaba
un viejo barco militar, una especie de remolcador. Los requetés bajaron a los
hombres a golpes y patadas, los tiraron al suelo y allí les ataron las piernas
cortándoles casi la circulación de la sangre. Uno a uno los fueron metiendo en
sacos de racimos de platano, se escuchaban los llantos, los lamentos de quien
sabe que la muerte será inevitable.

En cambio a Marisa se la llevaron hacia el viejo
almacén donde secaban las jareas, allí Eufemiano autorizó a los falangistas a
violarla de uno en uno. Fue apenas media hora, pero por allí pasaron todos los
hombres vestidos de azul y con correajes, pistola al cinto. Las risas y alaridos
los escuchaba el pobre Benicio entre las burlas de los guardias civiles,
militares de artillería y varios paisanos colaboradores del genocidio en
Canarias: “Nos follamos a tu novia hijo de puta rojo, está buena aunque esté
preñada”.

Al rato la trajeron atada, el guardia Pernía la tiró
al suelo y le ató las piernas, estaba desnuda, sangraba por los muslos, casi no
decía nada, solo gemía, lloraba entre balbuceos ininteligibles.

Los subieron al pequeño barco militar de uno en uno,
los colocaron como fardos en fila tumbados en el suelo, la mujer aparte,
Benicio le gritaba, trataba de animarla en medio de aquella tragedia anunciada,
ella no contestaba.

El navío salió inundando el aire de un fuerte olor a
gasoil, los fascistas se burlaban, hacían comentarios sobre cómo habían violado
a Marisa en el derruido almacén de pescado salado. Una hora de viaje, hasta que
apenas se veían las luces de la costa, un istmo lejano entre la Playa de Las
Canteras y el barrio de La Isleta. En ese momento el barco se paró, se escuchó
el ruido del oxidado ancla hundirse en el mar. Sin casi decir nada comenzaron a
tirar a los hombres al mar, uno tras otro, entre gritos, algún insulto ininteligible,
llantos,alaridos desesperados.

Los fascistas se burlaban: “Que valientes son estos
rojos hediondos”. Solo quedó la muchacha: “De esta puta me encargo yo”, dijo el
hijo de la marquesa, tomó el cuerpo en volandas, la mujer no decía nada, era ya
un saco de carne y huesos inerte con olor
 
a perfume de lavanda, que caía en el inmenso océano.

La noche se perfilaba como llegando a su final en el
horizonte, algo de claridad inundó la noche estrellada, como si el sol quisiera
salir antes para iluminar la oscuridad del inmenso abismo.

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