25 septiembre 2023

Porque quiero echarme en su misma fosa

A la fosa común del cementerio de Las Palmas
llegaban los camiones cargados de hombres masacrados, el reguero de sangre
venía de lejos, atravesaba las polvorientas callejuelas de La Isleta y gran parte de la ciudad, algunas vecinas se asomaban a las azoteas de las casas, desde arriba veían los cuerpos
acribillados a balazos, hombres jóvenes en su mayoría, el liquido rojo llegaba
hasta el camposanto, metían los ruidosos vehículos por una entrada trasera e
iban arrojando los cuerpos de dos en dos, algunos cadáveres los colocaban
juntos como los del alcalde de San Lorenzo, Juan Santana Vega y el sindicalista
del mismo municipio, Francisco González Santana, al periodista de Lanzarote
Manuel Fernández que venía destrozado por la paliza con palos y varas de
acebuche lo tiraron de cabeza en un embarrado rincón, a Juan del Peso de Telde
lo echaron en un agujero cercano, a menos de cinco metros de sus camaradas
comunistas, chicos jóvenes vestidos de militares del Sahara Español, unos
encima de otros, algunos mandos, sargentos, tenientes, capitanes republicanos
que habían resistido al golpe de estado, las caras llenas de barro rojo, tirados
masivamente a la improvisada tumba, junto a varios anarquistas de la zona norte
de la isla.

También traían algunas personas vivas en coches
negros de los terratenientes agrícolas sumados a la sublevación fascista, entre
ellas tres mujeres, una maestra de escuela del pueblo de Aguimes, las otras dos
alfareras libertarias de la subida a Lomo Magullo en Telde, el procedimiento
era acercarlas a la fosa, arrodillarlas y darles un certero disparo de pistola en
la nuca, las chicas lloraban, sus gritos se escuchaban más allá de los muros,
ya venían abusadas, rapadas y violadas por la soldadesca y los escuadrones de
la muerte de Falange.

Afuera sin que las dejaran entrar en el recinto
mortuorio muchas mujeres con niños de la mano, algunos ancianos abuelos y
padres de los asesinados, sobre todo de los fusilados que se habían enterado de
la ejecución de los consejos de guerra en los cuarteles de infantería del
Puerto.

La desolación presidía la calle ensangrentada, nadie
sabía a quién habían matado ese día triste, en que camión venía su inerte ser
querido, guardias civiles y falangistas armados con máuser les observaban
atentos con inquina y odio, rodeaban el cementerio, a la mínima mirada a los
ojos les daban un violento culatazo en la cabeza fuera hombre o mujer.

Los chiquillos lloraban sentados en los bordillos y
las cajas de tomates, algunos bebés de meses hijos de los asesinados se
aferraban atemorizados a los cuellos de sus madres, caía una incipiente lluvia
de marzo, el viento del mar inundaba de un frío polar las viejas calles de la
hermosa Vegueta colonial.

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Franquistas y curas unidos en el genocidio tras el golpe de estado del 36