Anita pasó una noche más en el prostíbulo de
Arenales, la jornada no había sido muy dura, solo cinco borrachos, unos pobres
hombres sin dinero y aquel viejo falangista
que la conocía, que la llamaba “hija de rojo”, le mentaba a su padre
fusilado en el campo de tiro de La Isleta aquella tarde de abril, cuando ella
apenas tenía doce años y vio como su mundo se desmoronaba, la humilde felicidad
en su casita de Marzagán, rodeada de gallinas y arboles, aquellos olores a
flores de lavanda, a hojas de platanera quemada cuando arribaba el otoño.
Arenales, la jornada no había sido muy dura, solo cinco borrachos, unos pobres
hombres sin dinero y aquel viejo falangista
que la conocía, que la llamaba “hija de rojo”, le mentaba a su padre
fusilado en el campo de tiro de La Isleta aquella tarde de abril, cuando ella
apenas tenía doce años y vio como su mundo se desmoronaba, la humilde felicidad
en su casita de Marzagán, rodeada de gallinas y arboles, aquellos olores a
flores de lavanda, a hojas de platanera quemada cuando arribaba el otoño.
Los bellos recuerdos la inundaban si tenía algo de
tiempo y el violento chulo Ignacio, el comisario de la policía armada, la
dejaba tranquila un rato, cuando disminuía la afluencia de hombres a la casa de
citas de la calle 18 de julio.
tiempo y el violento chulo Ignacio, el comisario de la policía armada, la
dejaba tranquila un rato, cuando disminuía la afluencia de hombres a la casa de
citas de la calle 18 de julio.
Sus ojos grises se entristecían al recordar aquellos
espacios de amor en su casita, su madre en la cama enferma de tuberculosis, las
bromas de su padre cuando soltaba los hurones, dejándolos recorrer la
habitación, persiguiendo las enaguas de la abuela Fermina.
espacios de amor en su casita, su madre en la cama enferma de tuberculosis, las
bromas de su padre cuando soltaba los hurones, dejándolos recorrer la
habitación, persiguiendo las enaguas de la abuela Fermina.
Gratos momentos inolvidables a pocos meses del
desastre, cuando aquella noche se presento el empresario Eufemiano con el hijo
del conde en la portada verde, los golpes en la puerta, las patadas al perro de
presa amarrado, los ladridos desesperados, el disparo de fusil contra la jaula
de los pájaros canarios, el dolor, el miedo, aquel momento en que rompieron la
talla de barro, la que hacía de pila de agua destilada.
desastre, cuando aquella noche se presento el empresario Eufemiano con el hijo
del conde en la portada verde, los golpes en la puerta, las patadas al perro de
presa amarrado, los ladridos desesperados, el disparo de fusil contra la jaula
de los pájaros canarios, el dolor, el miedo, aquel momento en que rompieron la
talla de barro, la que hacía de pila de agua destilada.
Amanda García en la cama no podía
levantarse, se asfixiaba, solo lloraba y gritaba que no se llevaran al pobre
Armando Hernández, que no había hecho nada, que solo había ayudado en la
campaña electoral a llevar las banderas en su viejo carro, que no era del
Partido Comunista, que no, que no, que no, que solo era uno más. Pero Eufemiano
solo se reía a carcajadas mientras los falangistas apaleaban al reo, ya
encadenado y tirado en el suelo del patio, bajo la parra cargada de uvas del
monte, de aquel gajo que trajo de las vides de la Caldera de Bandama.
levantarse, se asfixiaba, solo lloraba y gritaba que no se llevaran al pobre
Armando Hernández, que no había hecho nada, que solo había ayudado en la
campaña electoral a llevar las banderas en su viejo carro, que no era del
Partido Comunista, que no, que no, que no, que solo era uno más. Pero Eufemiano
solo se reía a carcajadas mientras los falangistas apaleaban al reo, ya
encadenado y tirado en el suelo del patio, bajo la parra cargada de uvas del
monte, de aquel gajo que trajo de las vides de la Caldera de Bandama.
La chiquilla observaba asombrada, no sabía dónde
meterse para evitar las miradas lascivas de aquellos hombres vestidos de azul,
el intento de un requeté muy gordo de llevarla a la habitación de la abuela
para violarla, la madre que no respiraba, que gemía en la cama y nadie le
ayudaba, solo Anita le tomó la mano, la incorporó como le dijo don Manuel
Monasterio, aquella tarde en la fiesta del Frente Popular, en la Plaza de Santa
Ana, pero se le iba, se desmayaba, se derrumbaba de tristeza, de un dolor
incurable.
meterse para evitar las miradas lascivas de aquellos hombres vestidos de azul,
el intento de un requeté muy gordo de llevarla a la habitación de la abuela
para violarla, la madre que no respiraba, que gemía en la cama y nadie le
ayudaba, solo Anita le tomó la mano, la incorporó como le dijo don Manuel
Monasterio, aquella tarde en la fiesta del Frente Popular, en la Plaza de Santa
Ana, pero se le iba, se desmayaba, se derrumbaba de tristeza, de un dolor
incurable.
Anita Hernández se quedó sola en la casa, su padre fue
fusilado al mes siguiente de llevárselo, ni siquiera pudo recuperar el cadáver,
se enteró que estaba en la fosa común del cementerio de Las Palmas, pero no
recuperó ni siquiera su lebrillo de gofio, el viejo cuchillo canario que usaba
para las tareas en las tierras. Solo ese frio aviso en la Casa del Gallo, la
cara del guardia civil Cosme Damián, cuando le notificó la muerte de su padre
en consejo de guerra sumarísimo por rebelión, la muerte de su madre en la
camita de paja, el desconcierto de una niña de doce años sola, que tuvo que pedir
ayuda a los vecinos, nadie quiso venir por miedo a represalias, la oscura
beneficencia llevándose el cuerpo de Amanda, sus ojos cerrados en aquel humilde
ataúd de maderas raídas.
fusilado al mes siguiente de llevárselo, ni siquiera pudo recuperar el cadáver,
se enteró que estaba en la fosa común del cementerio de Las Palmas, pero no
recuperó ni siquiera su lebrillo de gofio, el viejo cuchillo canario que usaba
para las tareas en las tierras. Solo ese frio aviso en la Casa del Gallo, la
cara del guardia civil Cosme Damián, cuando le notificó la muerte de su padre
en consejo de guerra sumarísimo por rebelión, la muerte de su madre en la
camita de paja, el desconcierto de una niña de doce años sola, que tuvo que pedir
ayuda a los vecinos, nadie quiso venir por miedo a represalias, la oscura
beneficencia llevándose el cuerpo de Amanda, sus ojos cerrados en aquel humilde
ataúd de maderas raídas.
Esa soledad infinita, la misma que sufrió con las
monjas en la residencia de Tafira, varios años de agonía, de sueños terribles,
de rezos y misas, de palizas de aquellas religiosas y crueles mujeres, de
abusos sexuales de varias de las hermanas, que se metían en su camastro por las
noches, mientras ella no hacía nada, solo se dejaba invadir por manos frías,
labios, lenguas, siniestros tocamientos que aparentaban ser caricias, sobando
cada centímetro de su joven cuerpo, aquel olor a sahumerio, una sensación no
ser nada, personajes con habitos y rosarios, que solo le hacían sentir asco y ganas
de vomitar.
monjas en la residencia de Tafira, varios años de agonía, de sueños terribles,
de rezos y misas, de palizas de aquellas religiosas y crueles mujeres, de
abusos sexuales de varias de las hermanas, que se metían en su camastro por las
noches, mientras ella no hacía nada, solo se dejaba invadir por manos frías,
labios, lenguas, siniestros tocamientos que aparentaban ser caricias, sobando
cada centímetro de su joven cuerpo, aquel olor a sahumerio, una sensación no
ser nada, personajes con habitos y rosarios, que solo le hacían sentir asco y ganas
de vomitar.
Aquella tarde, el día de su 17 cumpleaños, apareció por
la residencia el gordo requeté, el mismo de la noche de la detención de su
padre, venía acompañado de un hombre alto, un policía desgarbado con un cigarro
mojado de saliva en su boca. Hablaron un rato con la madre superiora y la vieja monja la llamó a ella y a varias de la niñas, mientras el comisario Cabrera
las miraba como si fueran yeguas para la venta, observó sus pechos, sus
caderas, levantando alguna falda ante las carcajadas del sudoroso requeté: “¿Todas
son hijas de rojos verdad?” “Si señor comisario”, respondió la vieja monja con
el enorme crucifijo colgado del cuello. “Buen material nos llevamos Alcántara”,
dijo mientras el falangista no podía dejar de reírse.
la residencia el gordo requeté, el mismo de la noche de la detención de su
padre, venía acompañado de un hombre alto, un policía desgarbado con un cigarro
mojado de saliva en su boca. Hablaron un rato con la madre superiora y la vieja monja la llamó a ella y a varias de la niñas, mientras el comisario Cabrera
las miraba como si fueran yeguas para la venta, observó sus pechos, sus
caderas, levantando alguna falda ante las carcajadas del sudoroso requeté: “¿Todas
son hijas de rojos verdad?” “Si señor comisario”, respondió la vieja monja con
el enorme crucifijo colgado del cuello. “Buen material nos llevamos Alcántara”,
dijo mientras el falangista no podía dejar de reírse.
Esa misma noche durmió en la casa de putas de la
calle 18 de julio, escuchaba los gritos, los alaridos, del resto de las
muchachas que eran violadas por falangistas, guardias civiles, policías con
uniformes grises y militares. A su desvencijada habitación vino el gordo
requeté, que lo primero que hizo sin mediar palabra fue golpearla en la cara, romperle
el uniforme de las monjas, obligarla a beber ron de caña, tumbarla sobre la
cama y hacerle mucho daño, impregnar su piel de un olor fétido, como cuando
estercolaban los cultivos de la finca de Miguelito Rodríguez.
calle 18 de julio, escuchaba los gritos, los alaridos, del resto de las
muchachas que eran violadas por falangistas, guardias civiles, policías con
uniformes grises y militares. A su desvencijada habitación vino el gordo
requeté, que lo primero que hizo sin mediar palabra fue golpearla en la cara, romperle
el uniforme de las monjas, obligarla a beber ron de caña, tumbarla sobre la
cama y hacerle mucho daño, impregnar su piel de un olor fétido, como cuando
estercolaban los cultivos de la finca de Miguelito Rodríguez.
Ese fue el principio, una especie de bautizo de
fuego, luego pasaron el resto de los hombres, uno a uno, personajes vestidos de
azul, tricornios, yugos y flechas, insignias desconocidas, banderas rojigualdas,
uniformes militares, los mismos que vio cuando se llevaban a su padre, seres
oscuros que destruyeron la inocencia de una niña, aquella antigua felicidad que
esa noche abandonó para siempre, reconstruyendo en su mente en los instantes de
soledad, después de una jornada de sexo y esclavitud, los tiempos de su casita
en Marzagán, de su familia, la sonrisa de su madre, los ojos brillantes y puros
de su padre, rememorando los olores del sancocho y el mojo verde, la brisa de
la tarde, el olor a cilantro, sentada en el suelo del patio, mirando las nubes enredadas
en la montaña mágica.
fuego, luego pasaron el resto de los hombres, uno a uno, personajes vestidos de
azul, tricornios, yugos y flechas, insignias desconocidas, banderas rojigualdas,
uniformes militares, los mismos que vio cuando se llevaban a su padre, seres
oscuros que destruyeron la inocencia de una niña, aquella antigua felicidad que
esa noche abandonó para siempre, reconstruyendo en su mente en los instantes de
soledad, después de una jornada de sexo y esclavitud, los tiempos de su casita
en Marzagán, de su familia, la sonrisa de su madre, los ojos brillantes y puros
de su padre, rememorando los olores del sancocho y el mojo verde, la brisa de
la tarde, el olor a cilantro, sentada en el suelo del patio, mirando las nubes enredadas
en la montaña mágica.
«Justine» (1969) de Jesús Franco
Los criminales franquistas asesinaron, prostituyeron, robaron niños y propiedades, ahora sus herederos hacen lo mismo pero robando el patrimonio público, matando de hambre y suicidios al pueblo español. Genial relato.
Y además, iban al cielo esos criminales, porque estaban ungidos por la santa(?) iglesia