25 septiembre 2023

Surcando las raíces

La subida
desde Tazacorte era durísima hasta la entrada de la Caldera de Taburiente, la
masacre había sido total, casi no pudieron defenderse cuando los rodeó la
guardia civil y acribilló a la mayoría de los alzados del incipiente maquis, ni
siquiera tuvieron tiempo de organizarse en los montes, el avance fascista les
sorprendió muy cerca de las montañas de El Paso, fue imposible rechazar los
disparos, no había Máusers para todos, ni siquiera equipamiento militar
adecuado para resistir en un terreno tan agreste y geográficamente complicado.

Carlos
Guerra y Manuel De Paz subían con las armas a cuesta, una mochila con los
escasos alimentos, algo de pan duro, un lebrillo de gofio, un poco de queso de
Garafía, una cantimplora de agua para los dos que iban rellenando en los
abundantes manantiales y riachuelos.

No paraban
de subir reventados por el peso y sabían que los fascistas seguían su rastro,
sobre todo la sangre que dejaba Manuel por la herida de disparo en el muslo
derecho, eran conscientes que el torniquete no era suficiente para parar del
todo la hemorragia y que la intensa cojera dificultaba la subida:

-Márchate
solo déjame aquí, todavía faltan tres horas para la Caldera, no puedo
permitir que te detengan por mi culpa- dijo el guerrillero herido con la cara
blanca y muy pálido por el cansancio y la perdida de sangre.

-Sigue
hombre, sigue, no voy a dejarte pa que te cojan esos cabrones del tricornio, no
lo voy a permitir, lo vamos a lograr camarada, ya queda menos- susurró Carlos
asfixiado por la pronunciada subida.

Comenzaron
a tirar cosas para aligerar, arriba se veía la cumbre, el final del barranco,
preferían no mirar, parecía que no se acababa nunca y Manuel comenzó a no poder
más, cayó desvanecido boca abajo, Carlos lo atendió, le dio la vuelta, abrió
levemente los ojos:

-Sigue tú
joder, sigue tú, no puedo más-

Su amigo le
miró el muslo, estaba muy negro y la herida se veía infectada con mucha pus y
sangraza, un hilillo de líquido rojo casi permanente como si fuera un volcán
semiapagado, como los de Fuencaliente en el sur, por donde manaba esa lava
inextinguible, eterna, la que calentaba la tierra y los corazones de un pueblo
casi vencido.

Carlos miró
hacia abajo y vio la partida de guardias civiles que subía:

-Ya vienen
hermano, ya vienen, un último esfuerzo cojones- pero ya Manuel dormitaba con
cara de muerto.

Dejó a
atrás el Máuser de Manolillo, las mochilas, solo se llevó su fusil y la certera
pistola Astra, le dio un abrazo largo a su compañero, estaba muy frío, un beso
en la mejilla sudorosa, el joven de Barlovento le contestó con una sonrisa
leve:

-Sigue
compadre, sigue, lo vas a lograr, yo te cubriré, resistiré lo que pueda, pero
ya sabes que estoy muerto, ¡Viva la República!-

Carlos salió
corriendo, estaba en forma, siguió practicando su deporte favorito, el
atletismo, hasta pocos días antes del golpe de estado del 36, corría una media
de veinte kilómetros diarios campo a través en los montes de Los Llanos de
Aridane.

Subió y
subió y casi entrando en la Caldera comenzaron los disparos, se subió a una
piedra enorme y vio como Manuel se enfrentaba a un grupo de unos treinta
guardias civiles y catorce falangistas, salían disparos de una zanja junto una
galería de agua, disparos con un inmenso eco, los fascistas disparaban,
avanzaban para rodearlo, vio caer a uno con tricornio, se oían los gritos de
los sediciosos, los insultos, hasta que hirieron de muerte al guerrillero.

Se le
revolvieron las tripas cuando lo arrastraron por la ladera con las piernas
atadas, las risas de los fascistas cuando lo colgaron de un tilo y comenzaron a
hacer prácticas de tiro con el cuerpo destrozado.

Llorando se
internó en el bosque ancestral de la Caldera, recordó las historias del indígena
Tanausú, su heroica resistencia a los castellanos tantos años atrás, se
emocionó con las cascadas mágicas, el río Taburiente, el canto de las grajas, los
rayos de sol entre los pinos centenarios.

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Guerrilleros antifascistas asesinados expuestos por la Guardia Civil