2 diciembre 2023

Vagabundo de los pájaros

Cada
pájaro venía del interior de la isla de donde los restos del bosque de
laurisilva, tierra adentro volaban entre la sequedad de los caminos
baldíos, el sueño de los siglos entre el legado de los aborígenes
olvidados por los nuevos dueños de la tierra, hombres de
azul del yugo y las flechas, los tricornios, los reverenciados himnos
militares y la sangre inocente manchando cada espacio natural, cada
flor, cada piedra volcánica, los agujeros del territorio insular,
los pozos, el inmenso mar plagado de cuerpos masacrados.

El
pobre Julián Garrido, tan viejito, salía de la chabola bajo los
riscos de Bocabarranco y veía que llegaban los gorriones a miles a
devorar el pan mojado que les ponía encima de las piedras, pan seco,
pan viejo, pan eterno, que recogía cada madrugada en la panadería
del barrio marinero de San Cristóbal, el pan que nadie quería, las
sobras, que le servían de alimento, pero también para la tropa de
seres alados que los buscaban cada día, cada instante desde que
tintineaba el primer rayo de sol en el poniente, al trasluz de la
aurora.

Una
de las pájaras rodeada de hijos chillones, con el pico abierto,
conocía bien a Garrido, se le posaba hasta en la cabeza, sabía que
ese humano no era como los demás y confiaba en sus ojos azules, su
melena larga, la barba pelirroja que casi le llegaba a la cintura.

A
veces se metía entre la selva infinita de pelos para buscar alguna
migita de pan, un grano de alpiste, la semilla de un cardo, los
manjares que aquel hombre considerado un “loco” por el resto de
humanos preparaba cada día para sus hermanos de plumas y picos
invencibles.

Casi
nadie sabía quien era Julián, porqué en aquellos años 50 seguía
viviendo en la exclusión social en su playa perdida, observado con
curiosidad cada día por los escurridizos halcones peregrinos desde
lo más alto de los acantilados, allí donde nidificaban y se
lanzaban en picado a una velocidad inexplicable en busca de las
confiadas presas.

Muy
pocos camaradas sabían que Garrido había muerto para el régimen
franquista, que siempre lo creyeron desaparecido en la Sima de
Jinámar, arrojado por el guardia Pernía, el del escupitajo en la
cara que desarrolló un cáncer maxilofacial a los quince años de
uno de sus horrendos crímenes, nadie supo que Julián sobrevivió
que logró saltar del camión sigilosamente, justo cuando los traían
de Las Palmas para iniciar la subida andando hasta la siniestra
chimenea volcánica.

Vivía
sin identidad, “el viejo borracho” lo llamaban cuando lo veían
en Vegueta y los falanges y guardias civiles lo retenían para que
les recitara alguna de sus poesías entre burlas, Julián les
recitaba a poetas rusos, polacos, rumanos, checos, sirios, libios,
egipcios, algo de Lorca o Machado, las letras menos conocidas, sin
que los esbirros de uniforme supieran de quienes eran aquellos
versos, pensaban que eran del viejo barbudo, del pobre loco que se
alimentaba de las sobras de los señores del barrio colonial.

Nadie
supo jamás que Julián Garrido subía a la Sima cada noche vispera del
1º de Mayo, siempre solo, aprovechando la oscuridad, escudriñando
los senderos más ocultos, sin luces, orientándose por las
estrellas, recordando cada piedra, cada surco, cada reguero de huesos
perdidos en el camino de la tristeza.

Allí
se sentaba desde que llegaba sobre las doce de la noche, cruzaba las
piernas como si meditara, no rezaba, solo cerraba los ojos y parecía
sentir las presencias de sus hermanos, compañeros del alma,
camaradas de tantas luchas, arrojados al abismo desde la sangrienta
noche del 18 de julio del 36.

El
vagabundo del espacio se acurrucaba luego en posición fetal muy
cerquita de la “bajada de la muerte”, no se dormía del todo,
miraba las estrellas, conocía cada constelación de sus años de
maestro de escuela en Cueva Grande, en aquella escuelita de niñas y
niños de ojos limpios a los que enseñaba bajo los árboles el
funcionamiento de la Tierra, de lo mágico, de lo eterno.

Había
dejado de soñar hacía muchos años, pero alguna de esas noches
parecía que en aquel espacio de exterminio notaba las pisadas de los
muertos que subían a recibirlo, alguna risa, algún llanto, algún
canto, alguna triste arenga de los asesinos en el momento de ejecutar
la nauseabunda fragancia de su odio.

Luego
regresaba por donde vino, nadie lo veía, nadie sabía, nadie supo,
solo algunos pocos de su existencia, su verdadera identidad tras la
inmensa barba roja, el pelo largo y los poemas, los cuentos que
contaba a los niños los domingos en la Plaza del Pilar Nuevo, muy
cerquita del mercado.

Cada
mañana los pájaros esperaban que despertara, no se atrevían a
comer sin que los ojos azules aparecieran de lo profundo de la
humilde vivienda de madera, sin que los recibiera con la sonrisa
azarosa de la ternura.

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