28 mayo 2023

Wayya-n-fanṭaz

Viudas aztecas afligidas tras el asesinato de sus maridos. Holocausto indígena en América de Théodore de Bry

Tan grandes podían ser que ni siquiera el mayor terror que jamás hubieran imaginado los amilanaba, dejar de comer hasta dejarse morir, que el cuerpo se convirtiera en un silo taponado por toneladas de conciencia en el punto de entrada de la delicia, ella estuvo presente en todo ese viaje desconocido, la mujer gigante, la más valiente, la orgullosa que no quiso rendirse parecía acariciarlos desde el rincón más oculto de la isla, el lugar del desvelo, de los dioses que acunaban a sus hijos en la montaña gigante de la nieve, más allá del cielo, del mar, donde el horizonte se traza en cuevas donde habita la santa inocencia.

Nos subieron a las cuatro niñas y a la anciana Tahona a la galera de madera, muy cerca del fuerte Navidad, en la playa que los invasores bautizaron como «Triana», nos costaba caminar por las cadenas clavadas en las piernas y muñecas, al fondo de la bodega había cuatro hermanos, hombres fuertes, guerreros, con barbas y pelo largo, llevaban días sin comer, olía muy mal porque tenían que hacerse sus necesidades encima al no poder levantarse por las ataduras, ellos nos miraron con los ojos muy tristes, el más joven nos dijo algo en lengua awarita que no llegamos a entender, su voz entrecortada, agonizante, era casi un susurro de su respiración, una especie de latido que venía de las profundidades de la selva Taburiente, uno de los hermanos lo nombró como «el invencible Tanausú», entonces se hizo el silencio que duró toda la noche, solo se escuchaba el sonido de las olas, mientras que la basura que nos daban de comida él la escupia en la cara de aquellos demonios de hierro, no había tortura, ni cruces, ni espadas que los pudieran obligar a rendirse.

Llegando al lugar de las aguas tranquilas fue cuando sacaron su cuerpo de espaldas anchas para arrojarlo al mar desnudo, su barriga tan metida hacia dentro que no parecía parte de su cuerpo de gigante, no de tamaño porque era un hombre normal, gigante de guerrero hasta la muerte para no perder jamás aquella dignidad, la paz de aquella isla que no conocimos y que en nuestro último viaje la recorrimos con nuestras almas entre manantiales de belleza, la misma de Tamarán, la de todo el archipiélago, aquel trocito de mundo donde habitamos miles de años, hasta que nos exterminaron o vendieron, a nosotras como esclavas en el mercado humano de Valencia, solo a las cuatro niñas, porque Tahona murió a los pocos días, pero a ellos no pudieron vencerlos, no llegaron al final del viaje, no quisieron verse humillados por aquellos asesinos tras la intensa lucha por la libertad de su pueblo.