El moro Admed no podía aceptar que los hijos de Juan Tejera, el comunista encarcelado de Tamaraceite, pudieran jugar tranquilos en el patio de Lolita Jaimez, allí Lucía Dolores Tejera, “Lolita”, la más vieja, con apenas ocho años, aprendía la costura de las manos sabias de su maestra, la misma que se había negado meses después del golpe de estado fascista del 36 a coser la ropa de la Falange de Tamaraceite.
El marroquí español y fascista irrumpió en el pequeño recinto de sueños y juegos mágicos de la Carretera General vestido de azul, el yugo y las flechas en su pecho, sacó la pistola y amenazó a los cuatro hermanos, los chiquillos se abrazaron a las faldas negras, enlutadas de la costurera, el árabe los encañonó, gritaba en castellano todo tipo de insultos, también una retahíla ininteligible donde nombraba a su dios Alá, a Cristo Rey, a la Virgen María mientras cargaba el revólver con mango blanco.
Manolito Tejera, el más travieso de la familia, con sus cinco añitos se abrazó a su perrillo ratonero blanco y negro, “Rebelde” sintió el miedo del chiquillo, le lamió sus piececitos negros, sucios de andar descalzo por las callejuelas repletas de polvo y tierra.
El crío percibió los temblores del canido, el moro se acercó le puso la pistola en la cabeza y le vació el cargador, Manolito lloraba, abrazado a “Rebelde” que en un charco de sangre quedó con los ojos abiertos, parecía que estaba vivo y que los miraba a todos, a los hermanos, a Lola, a Lolita Jaimez que insultaba al fascista, al musulmán, a la gente que se asomaba asombrada a las ventanas de madera, su mirada muerta parecía abarcar todo el ángulo de la triste escena, la grotesca luminosidad de aquella tarde de septiembre del 36 pareció teñirse de rojo, el requeté enfundó su arma haciendo una reverencia hacia el punto cardinal donde creía que estaba la Meca, afuera un camión partía hacia Las Palmas cargado de hombres detenidos, “Rebelde” se quedó dormido para siempre.
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