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«(…) En el viejo pueblo de Castrero me refugiaron y cuidaron durante casi dos meses, en casa de Ataúlfo López sanaron mis heridas de bala, la fractura del brazo, y el tifus que me tenía consumido. Por eso cuando llegaron los moros ya me tenían metido detrás de la chimenea en aquel agujero, allí estuve hasta que pude escapar hacia Francia. El oficial español que los dirigía era muy joven, parecía un cura, muy flaco, con el pelo muy corto, siempre vestido de negro, lo vi pasar varias veces desde el espejo que estaba colocado frente a la ventana de la cocina, tenía varias medallas en el pecho. Enseguida formaron en la plaza mayor a todos los hombres de aquel pueblo republicano, comenzaron por el alcalde comunista Goyo Peral, que lo ahorcaron en un árbol junto a la iglesia. Sin casi mediar palabra comenzaron a fusilar junto a la tapia del cementerio a decenas de hombres que iban cayendo acribillados. A las mujeres y a las niñas las metieron en el patio del convento en ruinas sin agua ni comida, ahí los moros las iban sacando para violarlas en grupo hasta cansarse y meterles un tiro en la cabeza. Nunca olvidaré los gritos de las pobres chiquillas, los llantos de las madres que veían como abusaban de sus hijas. Yo desde aquella tumba en vida los escuchaba hablar y burlarse en árabe, como los odié, como los odio, por tanto daño que causaron aquellos hijos de puta, pero los que tenían la culpa no eran ellos, eran los que los usaban para amedrentar, reventar y violar a lo mejor de nuestro pueblo…»
Fragmento del testimonio de Manuel Castro Ponce, médico y militar republicano nacido en Santa Cruz de Tenerife, huérfano de madre desde muy niño fue criado por una tía residente en Alquézar (Huesca). Entrevista realizada en mayo de 2002 en Barrio Jesús (Zaragoza).
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