«Los colocaban en grupos de cinco antes de que el pelotón los acribillara a balazos…»
«(…) El paredón de Artillería de La Isleta estaba esos días de septiembre del 36 sobrecargado de fusilamientos, no daban abasto los muchachos del pelotón, tanto que varios se desmayaban por la impresión de tanta sangre. El Teniente Lázaro no dejaba de lanzar arengas y don Domingo Melián, el capellán militar, no paraba de dar la extremaunción, <el quinto sacramento>, decía don Pedro Murillo, el peninsular, uno de los curas que venían a los fusilamientos. Luego le hacían una cruz en la frente a los fusilados y decían un rezo, siempre era el mismo: <En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, extíngase en ti toda virtud del diablo por la imposición de nuestras manos y por la invocación de todos los Santos, ángeles, arcángeles, Patriarcas, Profetas, Apóstoles, mártires, confesores, vírgenes y de todos los santos. Amén> Aquello daba miedo, se hacía el silencio y solo se escuchaba al sacerdote con aquellas palabras entre el viento y los muertos en el suelo acribillados a balazos. Yo iba de ayudante porque desde los siete años estaba de monaguillo en la iglesia del Carmen, don Pedro, el cura de La Aldea de San Nicolás, me empezó a llevar con apenas catorce años, me decía que debía ser fuerte porque estaba haciendo una obra de misericordia que iba a engrandecer mi vida pastoral. El tenía claro que yo iba a meterme en pocos años en el Seminario, pero todo aquello me hizo pensar muchas cosas, el ver que la Iglesia colaborara con todos aquellos crímenes me cuestionó, me hizo entrar en contradicciones que jamás pude resolver, solo cuando me fui a la Universidad de La Laguna a estudiar Derecho años después entré en razón, me di cuenta de que todo aquello era una mentira, de que aquellos curas eran también unos criminales igual que los militares y falangistas. Vi hombres muertos entre el picón y la sangre con crucifijos en el pecho, creyentes cristianos asesinados solo por pensar diferente a las bestias que encabezaron aquella matanza en la isla. Sigo siendo cristiano, todavía voy a misa, pero nunca podré perdonar a los causantes de tantas matanzas. El paredón sigue en mi mente, los gritos de aquellos pobres antes de ser fusilados, las pocas esposas que lograban llegar a tiempo a la ejecución llorando de pena por sus maridos. Nuestro señor Jesucristo jamás hubiera permitido todo aquello…»
Fragmento del testimonio de Ramón Cedrés Almeida, testigo directo de varios fusilamientos en el campo de tiro de La Isleta (Isla de Gran Canaria). Entrevista realizada el 8 de enero de 2002 en Arrecife de Lanzarote.
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