Su sonrisa estaba congelada y su rostro nunca volvió a tener el aspecto feliz de cuando la conocí…
Alicia Sánchez Brito
«(…) Nos obligaban a ir a misa diaria en la ermita del convento de El Cister, las monjas no nos soportaban y no entendían porque nos habían alojado allí durante tantos meses. Yo solo recuerdo que todo fue muy rápido desde que se llevaron a mi padre de la casa de la Atalaya de Santa Brigida, solas nos quedamos mi hermana Luisa y yo porque mi madre había muerto meses antes de tifus. Nos llevaron a una casa muy antigua de la Iglesia en Vegueta, cerca de la catedral, dormíamos en una celda de las que usaban los curas, a los pocos días vinieron dos señoras vestidas de negro, como si llevaran luto, pero era porque era Semana Santa, las dos nos abrazamos pero aquellas mujeres no tuvieron compasión y nos separaron, una de ellas me clavó las uñas en el cuello en el forcejeo, mi hermana lloraba y gritaba, pero se la llevaron para siempre, solo alcancé a decirle que la quería, que la iría a buscar donde estuviera. Ojalá no se lo hubiera dicho, porque ya pasaron más de cincuenta años y ya estoy segura de que no volveremos a vernos. Yo desde ese día me negué a comer y me pasaba el día encerrada en la habitación con rejas que daba a la Plaza de Santo Domingo, se escuchaban los cantos de los curas y de noche los gritos de los falangistas borrachos por las calles cuando iban en busca de republicanos para matarlos. No te imaginas lo sola que me sentí, como echaba de menos a mi padre, a mi hermanita Julia, a las dos gatas que se quedaron en la casa y el terreno con las higueras que nunca volví a recuperar, se la quedó la familia de los Bravo de Laguna y hoy en día es un chalé de lujo, de gente rica. El día que me llevaron a Teror, vino un coche conducido por un falangista muy viejo y una monja, en el asiento de atrás iban dos muchachas con el rostro tapado por un velo, no pararon de llorar en todo el recorrido hasta el monasterio. Enseguida comprendí que estaban en la misma situación que yo, que les habían quitado todo, que les habían matado a sus familiares o robado a sus hermanos como a mi me hicieron. En el convento nos separaron, a mi me tocó en una habitación con una novicia que hacía voto de silencio, llevaba así casi un año sin hablar, según me enteré después, de noche tenía pesadillas y gritaba mucho, como si la estuvieran violando varios hombres, apenas se bañaba y olía muy mal, nunca se me fue ese olor de las narices, era el aroma del miedo, de la desesperación, de la ignorancia, de la sumisión a una Iglesia Católica asesina que se alió con el fascismo desde mucho antes del golpe de estado. Allí me obligaron a tomar los votos, yo apenas tenía diecisiete años, me pegaron, abusó de mi Don Ramón el cura de El Palmar, tuve que soportar todo tipo de humillaciones por negarme a pasar por el aro, por defender los valores libertarios que nos trasmitió mi padre desde que eramos muy niñas. A los cinco o seis años de estancia me dejaron marchar porque jamás me integré, porque les jodía sus ceremonias, porque siempre fui una rebelde aunque me molieran a palos. Recuerdo verme sola en Teror de noche cerrada sin tener donde ir, caminando por sus calles y durmiendo en un banco varios días al lado de la Basílica de El Pino sin comer. Tuve la suerte de que un Domingo de Ramos me vio un amigo de mi padre que era practicante, el me sacó de allí y su familia me acogió casi seis meses en su casa de Miraflor, hasta que me pagaron el viaje a Fuerteventura donde vivía mi tía Julia. Esta gentuza me destrozó la vida, no pude estudiar como quería desde pequeñita, todavía sueño con las noches en el convento y me despierto sudando y angustiada, lo sola que me sentí, mi hermana se me aparece en los sueños y cuando se me acerca se convierte en otra persona…»
Testimonio de Sebastiana «Chana» Rodríguez Castellano, entrevista realizada en Puerto Cabras (Fuerteventura) el 8 de marzo de 2002.
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