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Mural de Edu González en el sureste de Gran Canaria
Era terrible como nos acosaban en los tomateros, parecía que llevábamos un cartel de mujeres que había que follarse, solo por ser hijas o esposas de los que había asesinado el franquismo en Gran Canaria.
Teresa Ramírez Tejera
«(…) Tenían la mala costumbre de perseguir a las mujeres aparceras cuando caminaban de madrugada hacia los tomateros, se sentían impunes, sobre todo si las mujeres eran viudas o hijas de asesinados por los franquistas, eran como buitres ante la carne muerta, consideraban que tenían derecho sexual sobre toda mujer que necesitara vivir de ese trabajo explotado para beneficio de aquella basura caciquil, los grandes de España, los terratenientes agrícolas ingleses que respaldaron el genocidio, empresarios que confundían sus haciendas con granjas de esclavos negros en la Florida, eramos la escoria, nos daban cuatro perras por trabajar de sol a sol, por sacarles la producción que luego exportaban en sus camiones y barcos, que tanto utilizaban para transportar hombres libres detenidos, como para llevar las cajas de tomates o de plátanos, criminales de lesa humanidad es lo que eran. Las mujeres los temían porque los encargados eran auténticos depredadores sexuales, violadores violentos sin escrúpulos, con permiso de sus amos para violar y matar. Se trataba de hacernos la vida imposible, sobre todo a las hijas y esposas de los asesinados. Los veías aparecer como tiburones cuando todavía no había amanecido, por eso nos cuidábamos y casi siempre nos acompañan las compañeras, porque si llegamos a estar solas nos violaban en medio de un cercado. Muchas amigas tuvieron que entrar por el aro, abandonarse al terror de aquellos cerdos con cachorro canario y trajes de dril, poderosos por tener carta blanca de aquella oligarquía asesina, tuvieron por sus hijitos que dejarse violentar sus cuerpos, entrar en el juego sexual de aquellos psicópatas. Por eso desde que pude me marché para Venezuela, nunca estuve dispuesta que por haber acribillado a balazos a mi padre tener que entregarme a los perros de los amos, nunca lo consentí, consideraba que valía demasiado para pasar por el aro de aquellos guarros que apestaban a rancio acumulado durante meses, no dejé que mi cuerpo pasara por esa hediondez, me quedó siempre la dignidad de mujer luchadora, de hembra consciente, comprometida en la ardua tarea de construir un mundo mejor…»
Testimonio de Lidia Cabrera Santana, maestra de escuela en Caracas hasta 1998, aparcera en 1936, tras el asesinato de su padre en las tierras del Condado de la Vega Grande en el sur de Gran Canaria.
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