«(…) Muchacha, voz de gorrión
¿A dónde vas? Quédate hasta el día
Muchacha, pechos de miel
No corras más, quedate hasta el día
Duerme un poco y yo entre tanto construiré
Un castillo en tu vientre hasta que el sol
Muchacha, te haga reír
Hasta llorar, hasta llorar…» Luis Alberto Spinetta
«(…) El amo, Domingo Hernández Bento, se encaprichó en mi hermana Rocío, se asomaba por las lindes de la medianera y le miraba todo el cuerpo con cara de vicioso, aunque ella solo tenía trece años, los hermanos la protegíamos porque sabíamos de las intenciones del cacique nacido en La Gomera, pero ahora propietario de tierras del Conde en toda la zona de Doctoral. Al parecer habían llegado a un acuerdo por casamiento, a unos le entregaron tierras en la isla pequeña y a otros tierras en la isla grande y redonda. Mi hermana tuvo que dejar de ir a la escuela de doña Fefita porque Bento la acechaba y la esperaba a la salida con un coche negro, más de una vez intentó meterla dentro y llevársela. Entonces mi padre decidió dejarla en la casa ayudando en el trabajo con las cabras. Al año y medio Bento vino a hablar con mi padre, ya mi hermana tenía más aspecto de mujer y su belleza había aumentado. El cacique bajó del coche vestido de Falange, con un cigarrillo americano en la mano y una pistola en el cinto, nosotros mirando todos descalzos, con nuestras ropas llenas de harapos y todos sucios de trabajar la tierra. Entonces le dijo con acento peninsular: -Roberto quiero a tu hija- Mi padre negó con la cabeza con su rostro muy preocupado. Bento le dijo: -Si me niegas esa petición mañana márchense de mis tierras- Mi padre sabía que eso suponía la muerte por hambre de todos sus hijos que éramos siete, cinco machos y dos hembras, pero mi hermana Florita tenía un problema, no podía caminar y aunque tenía diez años era como si tuviera dos, teníamos que tenerla siempre con alguno de nosotros porque la pobre no se valía por si misma. Bento insistió y le dijo a mi padre: -Te doy tres horas, esta tarde vengo y me dices lo que has decidido- Allí nos quedamos todos abrazados, mi padre solo en medio del cercado de papas con el cachorro negro (1) en las manos y la cabeza gacha, sabía que no tenía alternativa, que era entregarle a Rocío al amo o tener que marcharnos. Mi madre se quedó quieta en la puerta con Florita en sus brazos, la niña parecía darse cuenta de lo que pasaba y lloraba en silencio, las lágrimas se podían recoger del charquito que formaba en el suelo. A la tarde apareció el coche del amo, venía con dos hombres más, que eran conocidos por las palizas y los abusos a los medianeros que no acataban cualquier orden de Bento. Se bajó del coche con un traje blanco impecable, fumando un habano que dejó oliendo a tabaco bueno toda la vieja casa. Mi padre ya tenía preparada a Rocío, mi hermana se mantenía entera, no lloraba, llevaba una bolsa echa de un trozo de sábana en la mano, donde llevaba sus escasas pertenencias, unos zapatos rotos, un camisón de dormir y un vestido que le había hecho mi madre con unas telas viejas que se encontró en la basura de los amos. Bento sonreía y cuando mi hermana pasó a su lado le dio una torta en el culo. Nosotros cerramos los puños de rabia, yo lo hubiera matado allí mismo, pero era un chiquillo de doce años sin fuerza y desnutrido por el hambre. Se la llevó en el coche negro, no la vimos más en dos años, no la dejaba salir de la hacienda ni de la casa. En nuestra familia ya nada fue lo mismo, mi padre siempre estaba triste y lloroso, casi no hablaba, ni con nosotros ni con mi mi madre. Una mañana de domingo, recuerdo que era febrero y que llovía mucho, apareció mi hermana por el camino viejo con un niño en brazos, parecía que tenía treinta años más, con la cara cortada, cicatrices viejas de todo tipo de maltrato, cojeaba de una pierna y así quedó toda la vida, le había partido la rodilla. El niño era pequeñito, tenía la cabeza muy grande, una enfermedad que se le llena de agua el cerebro y muere a los pocos meses. Todos salimos a abrazarla, ella se quedó quieta, no mostraba ni alegría ni tristeza, mi madre no salió, se quedó de nuevo con Florita en brazos que no paraba de gritar y llorar, mi padre con un sacho parecía destrozar la tierra…»
(1) Sombrero de ala ancha hecho de palma o fieltro con el que se han vestido las mujeres y hombres de todas las Islas es hoy un símbolo materializado de canariedad.
Testimonio de Antonio Guedes Quintana, vecino del pago de Doctoral, municipio de Santa Lucía de Tirajana (Gran Canaria) en los años del genocidio.
Entrevista realizada por Francisco González Tejera, en el Teatro Víctor Jara (Vecindario), el 5 de julio de 2016.
No tengo palabras, que tristeza, que rabia, que vergüenza!
Impotencia, rabia y ganas de venganza.
De vergüenza nada
De pena e impotencia.
Así se comportan los caciques y «señoritos» creen que con el dinero lo pueden todo.
Verdadera gentuza
Y aún nadie pide perdón por todo aquel horror.Malditos!!!!Ni perdonamos ni olvidamos mientras alguien como Paco les siga dando voz a todos los torturados y asesinados.