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Integrantes de una partida de antifascistas palmeros a finales de julio de 1936. Tras la “Semana Roja” decenas de simpatizantes del Frente Popular resistieron por algún tiempo en los campos de la isla de La Palma Foto: oocities.org
«… Montando las oleadas de la vida en tormenta
soy, igual aspirante
al dominio del mundo
y
al grillete…»
Vladimir Mayakovski
Se alimentaban de lagartos asados en una hoguera tapada con una manta vieja para que no se viera el humo en la distancia, cazaban los reptiles con agujas torcidas en forma de rudimentarios anzuelos, un trozo de tomate y se quedaban enganchados, hambrientos como peces del calor, luego los golpeaban en la cabeza con una piedra y los descuartizaban, la piel era tan dura y áspera, la carne parecía pollo pero con sabor a tierra y barro.
Antonio Cerpa, el maestro de escuela tantos años en Los Caideros, sabía que estaban cometiendo una barbaridad ecológica, pero había que sobrevivir y lo más cercano a la cueva eran aquellos animales que se embelesaban con el sol, receptivos a la comida que los condenaba para siempre, convirtiéndose en la única fuente alimenticia de aquel encierro obligado para evitar que los asesinaran.
Eran cinco hombres y una mujer: Elfidio, Eligio, Manolo, Carlos, Saturnino y Carmita, aprendices de alzados traicionados, todos militantes del Frente Popular, comunistas evadidos que echaron siempre en falta aquellas armas prometidas por el Gobierno Civil para hacer frente al golpe fascista, unos fusiles que nunca llegaron por la traición de los gobernantes de parte de aquella izquierda vencida al fascismo.
No les quedó más que huir como cobardes ante la avalancha criminal, refugiarse en los paramos más remotos para salvar la vida, encontrar el momento de salir de aquel laberinto insular, sabiendo que era casi imposible escapar de allí antes de que les metieran soga de pitera en sus muñecas, que les sometieran a torturas inimaginables, a los hombres leña hasta la muerte, a las mujeres si eran bellas y jóvenes violaciones masivas en grupo por parte de la soldadesca de Falange.
Por eso aquella tarde en la costa del Juncal, cerca de Agaete, vieron como al sol parecía que se lo tragaba el Teide, como si el volcán se alimentara para estallar y llevarse para siempre tanta maldad por delante.
Entonces decidieron que aquello no era vida, que era imposible salir al exterior, que lo mejor sería esperar la captura, la violenta detención, el abuso infinito, el maltrato que les haría hablar, cantar, decir donde vivía cada compañero, aunque ya estuviera muerto en el fondo de los pozos, de los agujeros de la muerte.
Los lagartos en secado sobre la piedra ensangrentada eran como un montón de hombres muertos, asesinados por aquel temporal de odio, parecían jareas (1), animales inocentes, víctimas también del mismo genocidio.
(1) Las jareas son pequeños pescados (salemas, viejas, samas…), abiertos y secados al sol durante unos 4 días, atados o tendidos en cuerdas formando unos colgantes, que previamente salados con agua de mar se orean o jarean lentamente, hasta que se consigue la textura deseada.
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