“… Que las estrellas se lleven tu tristeza lejos. / Que las flores llenen tu corazón con la belleza. / Que la esperanza siempre te seque las lágrimas. / Y, sobre todo, que el silencio te haga fuerte…”.
Chief dan George
Melita hablaba a veces a media voz, casi entre susurros, una lengua desconocida, imposible de descifrar por nadie en El Valle, se enroscaba sobre su piedra mientras hilaba, parecía rezar o invocar a los ancestros de antes del genocidio.
Carmelo Dámaso Quevedo, entro sin pedir permiso en su cueva de Los Berrazales y la cogió por el cuello levantándola en peso, ella casi ni se inmutó a pesar de no poder respirar, pero le dijo en voz muy baja:
-No te voy a decir donde están los muchachos, si que los vi pasar y les di agua y comida, ellos eran niños hace apenas unos años y los tuve a todos en mi falda, aquí jugaron y aprendieron las leyendas, son hijos de este pueblo que ahora ustedes están matando, por eso no puedo más que maldecirte, advertirte que sentirás tanto dolor en lo más profundo de ti que no habrá nadie que pueda ampararte, tan solo la muerte recogerá tus restos doloridos-
El falangista la apretó contra la pared y le dio un cabezazo que le rompió la nariz, la anciana cayó al suelo y no paraba de sonreír mirándolo a los ojos:
-No te basta con asesinar a hombres desarmados sino que también calmas tu odio de niño rico con una pobre vieja enferma- le dijo.
Sin mediar palabra el uniformado sacó su pistola y se la puso en la cabeza:
-No voy a decir nada hagas lo que hagas infeliz, creo que no sabes con quien estás hablando- susurró la anciana con una voz ronca que no parecía brotar de su boca.
El falange apretó el gatillo y la mujer salió despedida contra la pared de picón volcánico, le salía un chorro de sangre por la sien, la detonación pareció el estallido sordo de un volcán submarino, un trueno lejano desde la montaña gigante, reina del horizonte, la que adoraban los antepasados junto a Magec (1), a la que hacían las ofrendas y sacrificios.
De repente la caverna se hizo irrespirable, como si brotara gas de sus paredes, Dámaso corrió hacia afuera, donde estaban los hombres de la Brigada facciosa que lo miraban asombrados, sentado en el suelo agotado le costaba respirar y le dolían los pulmones.
Arriba en el nacimiento de los acantilados se escuchó un tambor, un sonido rítmico, cadencioso, insurgente, que atravesaba el barranco hasta el mar, percusión triste de victoria a pesar de aquel nuevo exterminio.
(1) Era el nombre dado al sol por los antiguos pobladores de Tenerife y Gran Canaria.
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